martes, 12 de mayo de 2009

CAPÍTULO 35


Ana llegó al hospital lo más pronto que pudo. Tan sólo una hora había pasado desde que abandonó el barco a bordo del helicóptero.

Es una de las ventajas que da el dinero. En otras circunstancias hubiese que esperado a desembarcar en el puerto de destino, para después poder subir al primer avión que saliese, para poder volver. Probablemente hubiese perdido uno o dos días en el proceso.

Pero tan sólo hace unas horas que salió corriendo del hospital cuando recibió la terrible noticia de la muerte de Alberto.

El mensaje que recibió en el barco era tan urgente que, por una vez se alegró del uso del dinero en beneficio propio.

No obstante, el trayecto le había parecido una eternidad. Y el corto trayecto desde el helipuerto hasta el edificio del hospital se le antojaba largísimo.

El ascensor tardaba, por lo que decidió subir los cuatro pisos por la escalera. No tenía paciencia bastante para esperar.

Al llegar a la planta, puede distinguir al padre de Alberto, a Mariona y, a su madre. Al llegar, todos se dirigen a saludarla, con lágrimas en los ojos. Pero es su madre la que le habla.

- ¡Hija, ha sido un milagro! Al poco rato de irte, su corazón volvió a latir.

Abrazada a su madre, no podía dar crédito. Los abrazos se iban sucediendo entre los presentes. La alegría, la esperanza que se respiraba era indescriptible.

En ese momento, una nueva persona hizo su aparición: Sara, que se lanzó a los brazos de su amiga.

- He venido en cuanto he podido. – Comentó -. No puedo creerlo. ¡Al principio me dijeron que había muerto!

Manuel, el padre de Alberto intervino en la conversación.

- En cuanto dio muestras de vida, los médicos han estado con él. De momento no sabemos nada, pero la esperanza es muy grande cuando ya lo dábamos por perdido.

En ese momento, apareció uno de los médicos. Esta vez su semblante era muy distinto al de antes. Sonreía.

- Sé que no es muy científico, pero puedo decir que ha sido un milagro. Su tremenda fuerza de voluntad, su ansia de vivir, yo creo que es lo que ha hecho que su corazón volviese a latir antes de que fuese irremediable.

- Pero ¿Se pondrá bien? Preguntó Manuel, casi con temor a la respuesta.

- Ahora mismo está fuera de peligro. Está consciente.

El médico les recomendó que fuesen pasando uno a uno, para no cansarle demasiado. Todos acordaron los turnos. Primero entró la madre de Ana, luego entraría Sara, Mariona, su padre, y al fin, todos estuvieron de acuerdo en que fuese Ana para que estuviese con él todo el tiempo que pudiese.

Manuel, entre tanto, se acercó a Ana, a la que abrazó con ternura.

- Siempre te ha amado, Ana. Lo vi en sus ojos la vez que te rescató del agua en las rocas. ¿Te acuerdas? Mientras te hacía la respiración pude ver en su rostro que te quería.

Por fin llegó el turno de Ana. Junto a su cama, controlándolo todo había una enfermera.

- Hola… princesa. Dijo Alberto débilmente.

Ana besó sus labios con todo el amor y toda la delicadeza de la que era capaz. Para después, cogerle de la mano. Apenas podía hablar, pero tampoco hacía mucha falta. El calor, el cariño, el amor que depositaba en cada gesto, en cada mirada o a través de su mano, lo decía todo.

- Al fin juntos, amor mío. Dijo al fin, Ana. Te quiero, te amo.


Fuera, en el pasillo, Mariona dialogaba con la madre de Ana, que lloraba desconsoladamente.

- Jamás me podré perdonar el daño que les he hecho, Mariona. En cambio él me ha perdonado.

Mariona siempre ha sido una persona muy clara, pero nunca ha sido cruel. Por lo que trató de aliviar su culpa.

- El dinero ciega a muchas personas. Yo supe que ese muchacho era estupendo en cuanto le conocí en el parque.

Un médico, acompañado por una enfermera se dirigía a la habitación. Era el momento que las visitas abandonaran el lugar por hoy.

Al entrar, encontraron a Ana cogiendo la mano a Alberto que dormía plácidamente.

Aquella noche, Ana la pasaría con Alberto. Sería la primera noche en su vida que pasarían toda una noche juntos.

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