viernes, 17 de abril de 2009

CAPÍTULO 4

Poco a poco el tiempo fue pasando y la primavera dio paso al verano. El colegio ya había terminado. Los encuentros en el parque fueron sustituidos por la playa.

Mariona, sin darse cuenta, poco a poco se había sentido atraída por Manuel. Aquellos encuentros inocentes en el parque habían renovado en ella unos sentimientos que hacía mucho tiempo que tenía olvidados.

Además adoraba a Alberto. Y a Ana, que era casi como una hija para ella, la veía feliz cada vez que estaba con él.

Los fines de semana, sus padres disfrutaban del lujoso yate junto con algunos amigos y se bañaban en el mar lejos de la orilla. U organizaban encuentros en su piscina, o en la de la mansión de alguna de sus amistades.

Pero donde Ana disfrutaba de verdad era rebozándose en la arena de la playa y saltando las olas en compañía de Alberto.

Mariona también lo pasaba bien. Y muchas veces, Manuel podía reunirse con ellos. Éste acostumbraba a traer consigo alguna neverita donde metía algunos refrescos y unos bocadillos envueltos en papel de aluminio, que los niños comían con avidez.

De esta forma, Mariona se distraía y olvidaba los problemas con su marido. Podía quitarse de la cabeza la forma como se enteró que su marido le era infiel. De cómo sus hijos apenas estaban en casa y se mantenían al margen.

Aquellos encuentros eran para ella una evasión de la realidad. Allí se sentía querida, importante.

Incluso admirada, pues conservaba una estupenda figura. Y pudo comprobar como Manuel, disimuladamente, la contemplaba. Lo que a ella la llenaba de vida y, por qué no admitirlo: de deseo.




Ese domingo. Sentados en la terraza del club, los señores Cifuentes daban buena cuenta de una fuente de gambas, en compañía de dos parejas más.

Conversaban de cosas aburridísimas donde casi siempre salía el dinero. Ana jamás entendía de lo que hablaban y casi siempre se unía a los otros niños. Es más, normalmente a ellos los ponían en una mesa aparte. Así los mayores podían hablar tranquilamente de sus cosas.

Sin querer, Ana comparaba la diferencia de comportamiento que encontraba cuando estaba con Mariona y el padre de Alberto. También eran mayores, pero hablaban de cosas que ella podía entender y la divertían. Además no dejaban aparte a los niños. Todo lo contrario. Muchas veces jugaban con ellos, buscaban conchas o hacían castillos de arena.

Sus padres ya casi habían acabado con las gambas, mientras Ana y los otros niños jugaban al “pilla- pilla”.

Se acercaban peligrosamente al muelle. Uno de ellos aseguraba haber visto peces. Buscaron pan y lo echaron al agua. Quedaban boquiabiertos mirando como se abalanzaban los peces para devorarlo.

Ahora fueron al otro lado. Donde rompen las olas. Hoy el mar estaba en calma, pero recordaban como, en ocasiones, las olas saltaban por encima del paseo marítimo.

Entonces, Ana resbaló y calló al agua.

Sabía nadar, de hecho, iba cada semana con el colegio a la piscina, donde les enseñaban, pero no conseguía hacerlo. La impresión de la caída, el miedo y el movimiento de las olas, todo ello le impedían coordinar sus movimientos.

No hacia pie. Y las olas, aunque no eran muy fuertes, la empujaban hacia las rocas a las que no conseguía asirse lo suficiente para poder salir. Se resbalaba. Notó un golpe en su rodilla izquierda pero el continuo movimiento del agua no le daba tregua. El vestido se le enredaba, trató de respirar, pero se tragó una bocanada de agua que le hacía toser.

Intentaba gritar pero no podía. Su cabeza entraba y salía del agua e iba oyendo gritos. Notaba como se quedaba sin fuerzas mientras el pánico se apoderaba de ella.

Entonces notó que la agarraban. Un brazo le rodeaba y la sacaba del agua. Trató de mirar y, unos instantes antes de desmayarse, vio que era Alberto.

Un corrillo de gente observaba la escena. Manuel sujetaba a la niña mientras ella expulsaba el agua que tenía en los pulmones. Al lado, Alberto observaba asustado.

- Tranquilo, hijo –le dijo a Alberto, sonriendo- . No es nada, Está bien.

Los padres de la niña se acercaron asustados. Manuel les tranquilizó.

El padre se acercó visiblemente agradecido a estrecharle la mano.

- No me lo agradezcan a mí –contestó Manuel, señalando a Alberto- Fue mi hijo el que se lanzó al agua para salvarla.

Las muestras de agradecimiento, los abrazos y los vítores de todos parecían no causar ningún efecto en Alberto. Sus ojos estaban enlazados con los de Ana. Por primera vez, ambos sintieron un sentimiento extraño. Una emoción que no eran capaces de comprender.

CAPÍTULO 3

Una leve y melancólica sonrisa se dibuja en los labios de Ana, recordando esos años de su niñez.

Unos años muy felices. Pues era una niña que sólo recibía amor y cariño por todas partes.

Por sus padres que, al ser hija única de un matrimonio muy bien situado, tanto económica como socialmente, la mimaban y consentían en todos los aspectos.

Por parte de Mariona, su niñera. Una mujer adorable pero firme, que la educó y la acostumbró a la vida real. Enseñó a Ana a desenvolverse en todos los ambientes. Y trató, por todos los medios, de evitar que se convirtiese en una niña pusilánime y malcriada.

Mariona siempre procuró que se relacionase y jugase con niños de todas las escalas sociales. Gracias a eso, creció sin prejuicios.

Por otra parte, también consiguió que fuese capaz de comportarse como una señorita, llegado el momento, pero que fuese tan traviesa y juguetona como cualquier niño.

Llevaba las piernas siempre marcadas de cardenales y rasguños de jugar en el parque. Gracias a eso, era una niña fuerte y vivaracha que no se asustaba ante un rasguño, que no se amilanaba para subirse a un árbol o coger un saltamontes.

Y, por supuesto, el complemento perfecto fue conocer a Alberto. Aquel niño. “El hijo del lampista”, como le llamaba su madre, absorbía la mayor parte de su infancia.

Nadie, ni siquiera Mariona, podía imaginar que ese niño sería tan importante en la vida de Ana, y que, tanto él como su padre, influirían de forma tan decisiva en sus vidas.

Ana contempla nuevamente la foto de Alberto y, otra vez, vuelve a dejarse llevar por los recuerdos que acuden a su memoria.

miércoles, 15 de abril de 2009

CAPÍTULO 2

Ana bajó del BMW que conducía su madre. Las dos se dirigieron al local infantil donde habían contratado la fiesta para su cumpleaños.

Como es habitual, estaban invitados la mayoría de los compañeros de clase. Algunos no eran amigos de Ana. Ni siquiera la hacían caso, pero sus padres sí eran amigos de los suyos. Por lo que eran invitados de compromiso.

Pero había uno, se preguntaba su madre, que Ana pedía hasta la saciedad que fuese invitado a su fiesta. Nunca le había visto ni conocía a sus padres. Pero Mariona dijo que era un amigo que tenía del parque, con lo que no le importó invitarle también.

- Mariona –llamó la señora Cifuentes-

- Dígame, Sra. Cifuentes.

- Ese niño… No recuerdo su nombre, ¿Pudiste darles la invitación a sus padres?

- Se llama Alberto. Sí, ya se lo di a su padre.

Poco a poco, los niños fueron llegando de la mano, unos de la madre, otros de algún abuelo

Al poco rato entró Alberto de la mano de su padre. Mariona se acercó a él a recibirle. A la madre de Ana le llamó la atención: Era un hombre enorme, corpulento. El pelo algo canoso y llevaba puesto un mono azul. No se parecía en nada a las personas con las que solía tratar. Más bien le recordaba al lampista que vino a arreglar la cocina la semana pasada.

No obstante, se acercó a saludarle.

- Buenas tardes. Saludó alargando la mano al padre de Alberto, con una sonrisa cordial.

Notó un fuerte apretón de la mano callosa de aquél hombre. Estaba claro que no pertenecía a la misma clase que ella. Pero parecía un hombre educado.

Aquella noche, ya de regreso a casa, Ana estaba muy contenta. Lo había pasado estupendamente en su fiesta. Pero su madre estaba un tanto descontenta con su comportamiento.

Le sorprendió que estuviese todo el tiempo más pendiente del amiguito del parque que de sus compañeros de clase. Aunque admitía que el chico era un encanto y, todo hay que decirlo, el regalo más bonito que había recibido era el suyo: Una muñeca preciosa que ha sido lo primero que ha abierto cuando ha llegado a casa.

Al día siguiente, Mariona conversaba amigablemente con Manuel en el habitual banco del parque mientras, a distancia prudencial, Ana y Alberto escondidos bajo una casita de madera que servía de tobogán charlaban.

- Entonces, ¿Ya somos novios? –preguntó Alberto.

- Sí –respondió Ana:

- Así, tenemos que darnos un beso. Eso es lo que hacen los novios.

- Vale, pero en la boca no ¿Eh? –dijo Ana.

- ¿En la boca? –preguntó Alberto con una mueca de asco en la cara.

- Sí, los mayores se dan besos en la boca. ¿No lo has visto en el parque, y en las pelis?

- ¡Ag, que asco! –exclamó el chico.

Y dicho esto, Ana se acercó y le dio a Alberto un beso en la mejilla. Con toda la dulzura de que es capaz un niño. Casi al instante, al chico se le pusieron las mejillas rojas y Ana apartó la vista con evidente timidez.

lunes, 13 de abril de 2009

TIEMPO ATRAS, PROLOGO

El Atlántico es un océano que rara vez está tan calmado como hoy. Pero esta calurosa tarde primaveral parece haber detenido los elementos y hace que hasta el mar se relaje y disfrute del moderado calor del sol.

Un lujoso trasatlántico navega por estas, hoy, tranquilas aguas, dejando tras de sí una estela de espuma blanca. En la cubierta está Ana.

Los tenues rayos de sol de media tarde iluminan su rostro, mientras su sedoso cabello es acariciado por la dulce y salobre brisa del mar.

Su pelo, abundante y largo está compuesto por una alternancia de cabello rubio y castaño, adornando un hermoso rostro.

El relajante murmullo del agua, al ser cortado como un cuchillo por la proa del barco, es entrecortado por el chapotear de alguna pequeña ola, al chocar contra el casco.

Su falda, en un gracioso baile, al son del suave viento que se produce en la cubierta, como consecuencia del desplazamiento del gran trasatlántico, muestra de forma ocasional sus moldeadas piernas.

La figura de esta curvilínea mujer despierta auténticas pasiones entre los hombres, que vuelven la cabeza a su paso.

Apoyada a la barandilla de la cubierta, Ana, permanece inmóvil en el pasillo casi desierto de estribor. La mayoría del pasaje está dentro, viendo la película.

Sus preciosos ojos verdes están medio cerrados, vidriosos, húmedos. Por su mejilla resbala una lágrima.

Sus labios carnosos y pequeños se mueven en una temblorosa mueca producida por el sollozo.

Entre sus manos sostiene desde hace horas una fotografía. En ella, puede verse el rostro sonriente de un guapo joven. Y En la esquina inferior una dedicatoria: “Con todo mi amor: Alberto”.

Lentamente levanta la vista hacia el cielo. Pero no para contemplar la hermosa puesta de sol que tiene delante. Sus ojos no miran. Es su mente, su memoria la que está actuando.

Y se deja llevar por los recuerdos. De años atrás. Algunos hermosos y otros no tanto.

Poco a poco queda como en trance, como durmiendo despierta, mientras se deja llevar por su memoria. Hacia un tiempo atrás, cuando todavía era una niña.

TIEMPO ATRÁS, un relato cualquiera


Este es un relato que se me ocurrió, que espero que os guste.
No soy buen escritor, pero al menos espero que sea entretenido.
MANOLO

TIEMPO ATRÁS, CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Aquella tarde el parque tenía mucha animación. Algo muy normal en estos días de primavera. La gente sale de su letargo invernal y le apetece sentarse un ratito al sol. Unos para leer u, otros, aprovechan para llevar allí a los niños y darles la merienda.

Mariona es una mujer adorable. Hace ya ocho años que trabaja para los Cifuentes. Justo los años que tiene Ana. La contrataron cuando nació la niña para que cuidase de ella y a eso se ha dedicado todo este tiempo.

Ana quiere mucho a Mariona. Es una mujer muy amable y cariñosa, pero que sabe muy bien hacerse respetar por los niños, a los que sabe enseñar a comportarse con respeto y educación. No en vano, Ha dedicado gran parte de su vida al cuidado de los niños, y la contrataron por sus años de experiencia y titulación.

A Mariona estas tardes en el parque le vienen estupendamente. Le encanta el sol y le vale para coger un poquito de color. Además aprovecha para charlar con algunas conocidas con las que se encuentra y de paso da de merendar a Ana.

No lejos de su vista, Ana juega alegremente. En su mano izquierda sostiene el bocadillo que a duras penas consigue terminarse mientras va de un lado a otro.

A su madre no le gusta que Ana juegue mucho en el parque. Normalmente llega con morados o rasguños y el uniforme del colegio acaba directamente en la lavadora.

Pero Mariona opina que los niños deben tomar el sol, ensuciarse y aprender a sobreponerse a un rasguño o a un pequeño golpe. Y, sobre todo, debe jugar con otros de su edad. Con lo que su madre, respetuosa con la indudable experiencia de Mariona, acepta a regañadientes esas tardes en el parque.

Ana ríe junto a un grupo de amiguitos. Algunos son amigos ocasionales que acaba de conocer. Pero hay uno que es fijo. Con el que siempre se encuentra y que se ha convertido en su mejor amigo.

Se llama Alberto. Es algo mayor que ella, pero más bajito. Pecoso. De ojos grandes y despiertos.

A Mariona le encanta este niño. Va a otro colegio. Uno público, como el que van sus propios hijos. Ana va a uno privado. Sus padres, gente acomodada, se lo pueden permitir.

De cuando en cuando, Ana y Alberto se acercan donde está sentada Mariona para darle una flor o algún bicho que han encontrado, para su pesar, pues le repugnan. O se acercan donde está sentado el padre de Alberto que, dejando momentáneamente el periódico, observa atentamente los “tesoros” que le van enseñando los niños.

Alberto, por lo que ella sabe, es huérfano de madre. Ella murió en un accidente y su padre, hombre honesto y trabajador, ha procurado darle todo el cariño del que un padre es capaz.

Poco a poco, la contagiosa alegría de Alberto y su generosidad, han cautivado a Mariona, que se siente muy satisfecha de que Ana tenga un amiguito tan bueno y tan majo.

Mariona encuentra muy atractivo al padre de Alberto y siempre se ha preguntado cómo un hombre como él no se ha vuelto a casar, después de tantos años viudo.

Pero, con el paso del tiempo, y las conversaciones que ha tenido con él, ha llegado a la conclusión de que ha estado tan dedicado a compaginar el trabajo con el cuidado de su hijo, que apenas ha tenido tiempo de nada más.

Además, un autónomo como él, debe dedicar tantas horas a su trabajo que le queda poco tiempo libre. Y más aun si desea dedicar esas pocas horas a su hijo.

Por otra parte, no debe haber olvidado a su mujer. Mariona, una mujer muy observadora, se ha dado cuenta de la tristeza que todavía siente cuando la recuerda.

De esta forma van pasando los días, las semanas. Poco a poco la amistad entre los dos niños crece hasta el punto que ambos cuentan las horas que faltan para volver a verse y jugar juntos.

Alberto, aficionado, como casi todos los chicos, a jugar a fútbol, suele dejar a medias el partido para encontrarse en el parque con Ana.

Al mismo tiempo, Mariona también siente que espera con impaciencia el encuentro en el parque con Manuel, el padre de Alberto. Pero trata desesperadamente de quitarse cualquier idea pecaminosa de la cabeza, pues ella es una mujer casada.

Aunque su matrimonio dista bastante de ser feliz. Hace mucho tiempo que su marido no le hace caso y pasa incontables horas en el despacho.

Cuando duerme en casa, que son contadas las noches, pues tiene muchos viajes de negocios, apenas le dedica a Mariona una caricia o mantiene con ella una conversación. Suele estar siempre muy cansado. Trabaja mucho.

Aquella tarde algo no marchaba bien, sin embargo. Ni Alberto ni su padre habían llegado al parque.

Ana jugaba en el columpio sin dejar de recorrer el parque con la mirada buscando a su amigo. Mientras, Mariona, inconscientemente hacia lo mismo. Se encontraba nerviosa. No quería reconocerlo, pero se sentía decepcionada.

“Es absurdo”, se decía a sí misma. “Qué tonta soy. ¿Por qué me preocupa tanto si viene o no?”

Y trataba, inútilmente de leer la novela que llevaba. Desde hacia tiempo cargaba estúpidamente con ese libro por todas partes sin apenas leerlo. Pero ahora, aburrida, decidió intentar retomar la historia donde la dejó.

- Buenas tardes.

La voz era del padre de Alberto. Mariona dio un pequeño respingo y casi se le cae el libro.

- Lamento haberte asustado –comentó Manuel- ¿Puedo sentarme?

- Claro, siéntate. Estaba tan absorta en la novela que no me di cuenta que habíais llegado.

Al levantar la vista pudo ver a Alberto y Ana jugando juntos.

- Creía que ya no ibais a venir. Dijo Mariona.

- Tenía un cliente al que atender y por eso nos hemos retrasado hoy.

- Pensé que a lo mejor Alberto estaría malo –le comentó Mariona- Me alegro de que esté bien. Ana le estaba echando de menos.

- Alberto no hacia más que preguntarme cuando nos íbamos. Tenía muchas ganas de encontrarse con la niña. Se han hecho muy amigos.

- Sí, se llevan muy bien juntos y se lo pasan estupendamente. Afirmó Mariona.

- Mariona –dijo Manuel-, quería pedirte un favor, si no estás muy ocupada.

- Claro, dime.

- Verás, es posible que haya alguna tarde que no pueda venir por mi trabajo y Alberto lo pasa muy bien con Ana.

- Es un chico – continuó- que puede quedarse solo un rato. Pero yo me quedaría más tranquilo si se que está contigo y con la niña.

- Entiendo –le interrumpió Mariona-, no te preocupes. Estaré encantada de que esté con nosotras. Te daré mi móvil, tú me llamas cuando no puedas venir y me avisas. Yo me quedo con ellos.

- Muchas gracias.

Por un momento, que pareció una eternidad, sus miradas se encontraron por primera vez. Un calor extraño invadió a Mariona. Una sensación que hacia tiempo no sentía. Y también notó en él una forma de mirarla que no había sentido en él antes.

Mientras, no lejos de allí, los niños reían alegremente entre carreras y juegos.