sábado, 25 de abril de 2009

CAPÍTULO 18

Alberto estaba hecho polvo. El taller estaba últimamente a los topes de trabajo. Y por la tarde, la clase en la universidad había sido un auténtico tostón.

Hacía horas en el taller mecánico e iba a estudiar por la noche. Era agotador, pero lo hacía contento, convencido de que ahorraría lo bastante para, cuando se graduase, ir a Estados Unidos a buscar a Ana. No iba a esperar a que ella viniese. Pues él, al tener un año más, acabaría antes que ella. Y desde luego no estaba dispuesto a repetir ningún curso.

Sacaba, no obstante, tiempo para su padre y Mariona, con los que pasaba muy buenos momentos. También para los amigos, con los que se juntaba de cuando en cuando. Siempre que no tuviese que estudiar.

Su padre se preocupaba por él. Veía bien que trabajase y estudiase al mismo tiempo. Muchos chicos y chicas lo hacen, pero no con semejante desesperación y prisa. Estaba convencido de que si pudiese, su hijo haría dos cursos a la vez para ganar tiempo y trabajaría por las noches para ahorrar más dinero.

Sin embargo, tanto él como Mariona, le admiraban. Tenía una tenacidad y determinación que le daba una fuerza extraordinaria. Al menos ahora le veía ilusionado.

Después de que Ana se fuese, estuvo un tiempo tan deprimido que estuvieron muy preocupados por él.

Pero siempre ha sido un chico muy fuerte, en todos los aspectos. Y ahora, ya crecido, se había convertido en un atractivo muchacho.

Pero lo mejor era cuando llegaba a casa y encendía el ordenador para chatear con Ana. Cada vez que la veía la encontraba más y más guapa. Deseaba, con todas sus fuerzas, poder atravesar la pantalla del ordenador para besarla.


No pasaba por alto que Ana era una chica muy guapa y esbelta. Sabía que los hombres la miraban y deseaban. Temía, en el fondo, que algún guapote pijo de esos que la rodeaban consiguiese engatusarla y se la robase.

Pero no tenía más remedio que aguantarse. Lo mejor era prepararse bien para ir a buscarla lo más pronto posible.

Le contó lo de Sara hace tiempo. Y le explicó su indignación porque se fuese sin tan siquiera haberse despedido de él.

CAPÍTULO 17

Ana llegó agotada a casa. Los primeros pasos en la universidad resultaban agobiantes, sobre todo por los cambios de sistema de estudios.

A pesar de haber descendido mucho en su rendimiento el último año de bachillerato, por todo lo sucedido con el traslado a Estados Unidos y verse separada de Alberto, la perspectiva de sacarse la carrera cuanto antes y volver a España a establecerse para unirse nuevamente a Alberto, hizo que se esforzase al máximo para poder entrar en la Universidad.

Tenía ya dieciocho años y llevaba ya casi un año en la lujosa mansión de Estados Unidos. Había hecho amigos en seguida, pues siempre fue una muchacha de muy buen carácter. Varios eran los chicos que la rondaban, pero ella tenía su corazón ocupado siempre con el recuerdo de Alberto.

El ambiente en aquella universidad era muy parecido al instituto pijo al que iba en España. Y también había algún que otro “Ricky” fanfarroneando, rodeado de chicas. La diferencia es que estos no iban subidos a una motocicleta, sino a ostentosos deportivos, pues en este país conducen a los dieciséis años.

Aunque Ana era muy apreciada entre sus compañeros, sus amigas más allegadas no comprendían como, una chica guapa como ella, se encerraba tardes enteras en casa y rechazaba una y otra vez cualquier relación con los chicos que la pretendían.

Pero ella hacía caso omiso de todo ello y, como cada día, entraba en su habitación y, tras cerrar la puerta, encendía el ordenador, se arreglaba el pelo, mientras se ponía en marcha la Web Cám, y se preparaba para chatear con Alberto.

Así llevaban durante meses, chateando y viéndose a través de la cámara. Se contaban todo lo sucedido durante el día y se repetían una y mil veces que algún día volverían a estar juntos.

No utilizaban el teléfono móvil, ya que Alberto no podía sufragar unas conferencias semejantes y la madre de Ana no hubiese permitido que ella hablase con él.

De cuando en cuando también recibía algún correo de Sara. También se había trasladado a otra ciudad. Y, muy a su pesar, lo había hecho sin despedirse de Alberto.

Meses antes le había contado a Ana que había roto con su pareja y, también, le explicó que se había enamorado de Alberto. A pesar de ser lesbiana. El amor no sabe de sexos.

Así que había decidido aprovechar el traslado para quitarse de en medio, pues quería mucho a los dos y no deseaba interponerse entre la pareja. Por lo que supuso que lo mejor era irse sin dejar rastro alguno a Alberto. Asimismo, le rogó a Ana que nunca le diese pista alguna a Alberto sobre ella: dirección, e-mail o cualquier otro dato.

Ana siempre ha sido muy respetuosa con los secretos, especialmente de Sara. Por lo que cumplió a rajatabla su petición. Además, tampoco le hacía demasiada gracia que Alberto estuviese con Sara, ahora que sabía que estaba enamorada de él.

Aunque siempre ha confiado en él, era lo suficientemente celosa como para no darle facilidades. Y más tratándose de su amiga. Pues era muy consciente de que se había convertido en una chica muy atractiva. Y su carácter congeniaba a la perfección con el de Alberto.

Se odiaba a sí misma por tener esos pensamientos, pero no lo podía evitar.

Sara ahora se había establecido con unas compañeras en un pequeño piso y estaba planeando abrir un pequeño establecimiento.

viernes, 24 de abril de 2009

CAPÍTULO 16

El mercedes aparcado frente a la lujosa casa permanecía con el maletero abierto, mientras el chofer iba colocando las maletas. El matrimonio Cifuentes cerraba la casa y se dirigía al coche. Sentados en un balancín del jardín, estaban Alberto y Ana.

- Vamos, Ana. Llamó su madre.

El señor Cifuentes, sujetando a su mujer le hizo un ademán de que les dejase un rato a solas.

En el balancín, los dos se miraban sin decir nada. En uno de los momentos que casi todo el mundo odia y teme: las despedidas.

Cuando, llegado el momento, subieron todos al coche, Ana estaba como en trance. Era llevada y colocada en el asiento como si de un robot se tratase.

El padre de Ana se despidió de Alberto con un apretón de manos y le animó a que siguieran en contacto.

De pie sobre la acera, Alberto trataba de mantener la sonrisa y la compostura mientras saludaba con la mano, al tiempo que el coche se iba alejando. Los ojos de Ana no se apartaban de él, mientras aún le tenía al alcance de la vista. Hasta que, al fin, le perdió.

Ana sintió un dolor violento en el pecho. Un dolor que venía del fondo de su alma y le hacía difícil respirar.

Mientras estaba con Alberto, trataba contener el llanto, para no hacerle sufrir. Pero ahora ya no podía más. Y estalló en lágrimas en el hombro de su padre, que inútilmente, trataba de consolarla.

Su desgarrador llanto puso un nudo en la garganta a todos los que estaban en el coche. Incluso el chofer, que no sabía nada, se preguntaba qué sería lo que le habrían hecho a esa pobre niña para que llorase de esa manera.

Alberto caminaba como un autómata por la calle. Su mente estaba lleno de imágenes de Ana. Ya nada parecía importarle a partir de ese día. Y algo le decía que jamás volvería a verla.

Seguía caminando sin percatarse que, al otro lado de la calle, subido como siempre a su motocicleta y rodeado de otros, estaba Ricky, sonriente.

- ¿Ya no saludas? Le dijo.

Alberto apenas le dedicó una fugaz mirada y continuó andando mirando al suelo.

- ¿Estás triste? Siguió Ricky. Se te ha largado la novia ¿Eh? Ahora ya puedes ir a buscarte otra. Pero esta vez búscala en tu barrio.

Alberto se detuvo en seco, cerrando los puños. Se dio la vuelta y, con paso decidido, se dirigió hasta Ricky. Se lanzó sobre él y levantó el puño.

Durante unos segundos, que parecieron horas, Ricky miró fijamente los vidriosos ojos de Alberto. Estaba fuera de sí. Los compañeros trataban inútilmente de separarle. Ricky se quedó paralizado y mudo por el miedo.

Entonces, como volviendo de un viaje astral, Alberto soltó al joven y sin decir palabra se marchó.

CAPÍTULO 15

Ana volvía esa tarde a casa, contenta como siempre. Había ido de compras con Sara. A la que había pedido que la acompañara para comprarle un regalo de cumpleaños a Alberto.

Luego quedaron con él y fueron a tomar algo. Lo habían pasado estupendamente.

Entró, saludando como siempre, encontrándose a sus padres brindando en la sala.

Le sorprendió ver a su padre tan pronto en casa. Normalmente solía venir mucho más tarde. Por lo que se alegró de tenerle en casa más pronto de lo habitual.

Sobre una pequeña mesita había una botella de champán, abierta, en el interior de una cubitera. Mientras sus padres bebían sus copas.

- Hola, ¿Qué estáis celebrando? Preguntó Ana.

- Una gran noticia, cariño. Contestó su madre, depositando su copa y abrazando a Ana.

- A tu padre – prosiguió -, le han ascendido. Le han ofrecido un puesto importantísimo en la sucursal de Nueva York. Nos vamos dentro de unos días.

Su madre estaba entusiasmada. Aquél ascenso en su escala social iba a ser la envidia de sus amistades. Estaba deseando contárselo a todas para ver sus caras.

Pero para Ana fue muy distinto. Sintió como si alguien le hubiese golpeado con algo muy pesado. Sin darse cuenta dejó caer las bolsas que tenía en la mano y se quedó callada e inmóvil.

- ¿Qué pasa, hija? Preguntó su padre.

- Yo no voy. Contestó rotundamente Ana.

- Pero, ¿De qué estas hablando? Preguntó su madre con una mueca de asombro.

- ¡He dicho que yo me quedo aquí!

- Es por ese chico ¿Verdad? Dijo su madre.

- ¿Qué chico? Preguntó su padre, totalmente perdido.

- ¡Un pobre infeliz del que se ha encaprichado como una tonta! Contestó su madre. Le conoce desde que era niño. ¡Ya sabía yo que acabaría por darnos problemas!

- ¡No hables así de él, mamá! Protestó Ana. Tú le conoces, papá. Ha venido muchas veces a buscarme.

- Ya lo recuerdo, contestó su padre. Es ese muchacho que te salvó de ahogarte, de niño. Parece buen chico.

- ¡Tú vendrás con nosotros, jovencita! Exclamó su madre. ¡Aun eres menor de edad! ¡Estaría bueno que perdiésemos esta oportunidad por un capricho adolescente!

- Te ruego que no hables así, querida. Interrumpió su padre. Están enamorados. Y a mí me pareció un chico muy educado. Conozco a su padre y le encuentro encantador. Además ahora vive con Mariona ¿Te acuerdas de ella?

- Escúchame, hija.

Cogiéndola cariñosamente por el hombro, su padre la apartó un poco de su madre y le habló con cariño y comprensión.

- Ana, yo sé que quieres a ese muchacho, y no tengo nada en contra. Pero las cosas han venido así. Muchas parejas tienen que distanciarse temporalmente. Pero eso no es ninguna barrera para dos enamorados.

Secando dulcemente las lágrimas del rostro de su hija, prosiguió:

- Desgraciadamente, no tenemos elección, Ana. Además, vivimos en el siglo XXI. Ahora los jóvenes tenéis Internet, teléfonos móviles. Hay aviones, etc. En mis tiempos no había nada de eso.

Consiguió extraer una pequeña sonrisa del rostro de Ana.

- Cuando terminéis vuestros estudios – siguió hablando -, nada os impide buscar vuestro futuro juntos, en España, Estados Unidos, o donde sea.

martes, 21 de abril de 2009

CAPÍTULO 14

Ana recuerda como recuperó el apetito, el sueño, la alegría y la vida, cuando Alberto fue desesperado a buscarla. Quiso pedirle perdón, pero ella estaba tan contenta que ni le escuchó.

Después de aquello, eran inseparables. La vida era maravillosa y parecía que todo iba a ser así para siempre.

Su madre, viendo que era completamente inútil insistir, dejó momentáneamente de tratar de disolver la pareja.

Todo lo contrario que el padre de Alberto, que se le veía feliz contemplándoles juntos. Pasaban muchos momentos con él y con Mariona, que ya se había establecido definitivamente en casa de Alberto y su padre.

Ana quería mucho a Mariona, que, a pesar del tiempo, seguía tratándola como a una niña. Siempre había tenido en ella a una segunda madre. Y ahora era su confidente la mayoría de las veces.

Recurría a ella para pedirle consejo y era la depositaria de sus más íntimos secretos.

Era una época feliz. Probablemente una de las más felices de toda su vida y con toda seguridad la última.

Su vida y la de su amor con Alberto dieron un giro brutal. Una casualidad hizo que su vida cambiase para siempre.

Ana siente un nudo en la garganta al recordarlo. No puede reprimir un sollozo mientras sus ojos se posan sobre la foto y, nuevamente vuelve a recordar.

Empezó todo un día, al volver a casa, sus padres le tenían reservada una noticia.

CAPITULO 13

Sara había cambiado mucho en estas semanas. Poco a poco, aquella chica desgarbada se había ido convirtiendo en una atractiva joven. Además se había soltado el pelo y vestía de forma más extremada. Su tendencia sexual había dejado de ser ya la comidilla del instituto, por la fuerza de la costumbre. Y ya liberada del secretismo, vivía su relación con total naturalidad.

Sus mejores amigos, sin duda, eran Ana y Alberto, con los que salían de vez en cuando.

Pero algo no iba bien. Alberto llevaba dos días sin aparecer por el instituto a buscar a Ana. La había llamado diciendo que tenía que ayudar a su padre y que no podía acudir. Pero había algo más. Ana estaba sumida en la tristeza. Al principio no quiso inmiscuirse, pero no podía ver a su amiga en ese estado. Por lo que se decidió a preguntarle qué le pasaba.

- Hace dos días que no veo a Alberto. Él me dice que tiene trabajo con su padre. Pero conozco a su padre y nunca le haría trabajar tanto. Siempre ha querido que estudie y además le encanta que esté conmigo. Le tengo mucho aprecio.

- ¿Habéis tenido alguna discusión? Preguntó Sara.

-¡Qué va! Todo iba como siempre. Y de repente… No se qué pensar.

Esa misma tarde, Sara fue en busca de Alberto, firmemente decidida a hablar con él. Por lo que empezó mirando en su casa.

Le sorprendió que al llamar a la puerta le abriese Alberto, puesto que si tenía tanto trabajo no debía estar en casa. Alberto estaba tan sorprendido de verla ahí que apenas pudo formular palabra.

-¿Qué haces aquí? – Interrogó Sara- ¡Se supone que estás trabajando! Ana está hecha polvo porque no te ve desde hace dos días. ¿Qué es, otra chica? No creí que fueses capaz de…

- Espera, Sara. – Interrumpió Alberto – No es eso.


Sara quedó un tanto aliviada al saber que no había otra chica por medio. Así que se sentó para escuchar a su amigo.

Alberto le explicó la conversación que había tenido con la madre de Ana y que la quería demasiado para dejar que perdiese el tiempo con un tipo como él. Que ella se merecía a alguien mejor.

- ¡Tú eres el mayor tonto que he conocido, tío! – exclamó Sara -. Ana y tú sois las mejores personas que he conocido. Eres un chico genial y no creo que haya nadie en el mundo que se quieran como vosotros dos.

¿Realmente crees que Ana te va a cambiar a ti por cualquier otro, por mucho dinero que tenga? Mírate. Estás hecho un asco, igual que Ana. ¡Como no vayas a buscarla ahora mismo, te mato!

- Gracias, Sara. Eres una gran amiga – contestó Alberto.

-¡Calla, tonto!

CAPÍTULO 12

Tan absorta está Ana en sus recuerdos, que no oye el anuncio del altavoz del barco anunciando la apertura del comedor.

No tiene ningún interés en ir a comer. De hecho, aunque no le importa, lleva dos días que apenas ha probado bocado, de hecho, ni siquiera ha dormido un par de horas.

Ahora está enfurecida por el recuerdo de cómo su madre se ha entrometido entre los dos.

Y siempre lo hizo de forma tan sutil que ella nunca se enteró. Jamás le dijo a Ana nada en contra de su relación con Alberto. Nunca le dijo que no quería nada de él.

Las veces que se interpuso entre ellos lo hizo de forma traicionera, en silencio.

Años más tarde se enteró de la conversación que había tenido con Alberto su madre. Convenciéndole de que debía pensar en su felicidad y que, para ello, lo mejor era apartarse de su camino y dejar que se juntara con otros chicos de su clase.

Ana pocas veces oyó a su madre alzar la voz o manifestar enfado. Casi siempre conseguía lo que quería por medio de la palabra. Su poder de convicción era tan grande que hizo con su marido lo que quiso durante toda su vida. Hasta tal punto que era ella la que llevaba las riendas de la casa, mientras su padre se limitaba a engrosar la cuenta corriente, que era lo que realmente le gustaba, hasta que un infarto se lo llevó al otro barrio.

El recuerdo que le viene ahora es el de un momento en su relación con Alberto en el que su madre casi consigue su propósito.

CAPITULO 11

La puerta de la lujosa casa se abrió. En la puerta estaba Alberto.

Acompañado por la asistenta, llegaron hasta la sala donde le esperaba la señora Cifuentes, madre de Ana.

Rara vez se acercaba a esta casa, pues Alberto era consciente de que no le caía bien a su madre. Pero esta vez, había sido la señora la que le había citado. Parece ser que quería hablar con él, a solas.

- Hola, muchacho – dijo ella, extraordinariamente amable. Siéntate, por favor. ¿Quieres tomar algo? ¿Un refresco?

Alberto rechazó amablemente la invitación, por lo que ella se dispuso a hablarle.

- Verás, te he hecho venir, aprovechando que Ana no está, para hablar contigo. Sé que sois novios. Y, quisiera dejar claro que, no tengo nada contra ti. Me pareces un chico muy guapo y educado.

- También sé que eres muy bueno y cariñoso. Que trabajas y estudias al mismo tiempo. Pero, como inteligente que eres, te habrás dado cuenta de que mi hija y tú no estáis en la misma escala.

Alberto trató de decir algo, pero ella no se lo permitió, pues continuó hablando.

- Yo sé lo que estáis pasando. Y sé lo que se siente. Yo también fui joven –diciendo esto con una estúpida risita.

- Yo la quiero, señora – interrumpió Alberto.

- Estoy segura de ello –le respondió – Estoy convencida de que tus intenciones son las mejores y de que deseas lo mejor para ella. Yo te comprendo mejor que nadie, créeme.

Pero eres muy joven. Hay cosas que aún no entiendes. Ahora no le dais importancia a la escala social. Pero más adelante sí que lo haréis, en especial mi hija.

De verdad – prosiguió -. En realidad te estoy avisando a ti más que a ella. Ana está acostumbrada a ciertas comodidades, a ciertos lujos que tú no le podrás dar.

Al principio ella no le dará importancia porque es joven y está enamorada. Pero cuando se haga mayor lo echará de menos.

Cuando mire a sus antiguas compañeras y vea lo que se ha perdido, lo echara en falta.

Créeme, cielo. Lo hago en realidad por ti. Me preocupa que el día de mañana te veas rechazado por Ana. Yo sé que la quieres. Y si la quieres y deseas lo mejor para ella, sabes mejor que yo que no puedes hacer que renuncie a todo lo que tiene por ti.

CAPITULO 10

Todas las tardes, al salir de clase, Ana esperaba a Alberto en la cantina del instituto. Allí estaban un rato, tomando algo en compañía de su amiga Sara. Los tres se juntaban a menudo y lo pasaban muy bien.

Siempre, al entrar, se cruzaba con Ricky que le tiraba los tejos.

Normalmente, éste siempre estaba rodeado de varios chicos que parecían, más que sus amigos, sus esbirros. Y, también solía tener dos o tres chicas que babeaban por él.

Pero esta vez, era distinto. Hoy Ricky parecía más popular que otras veces. Y todos reían a carcajadas en torno a él. Al pasar Ana, se dirigió a ella.

- Ten cuidado con tu amiga, Ana – dijo Ricky de forma burlona-. Cuidado no te vaya a meter mano.

Diciendo esto, todos se pusieron a reir. Mientras, sola en una mesa, estaba Sara.

Su amiga no gozaba de mucha popularidad, pues era considerada como “rara”, pero esta vez, estaba llorando.

- ¿Qué te pasa? Le preguntó Ana.

- Veras – contestó Sara entre sollozos- . Ayer tarde Ricky me sorprendió besándome con… otra chica.

Ana ya conocía las tendencias sexuales de su amiga. Y, a petición de ella, siempre lo mantuvo en secreto. Pues tenía miedo de ser rechazada. Ni siquiera Alberto sabía nada de ello.

- No hagas caso a ese imbécil, Sara – intentó consolar Ana.

En ese momento Alberto entró en la cantina, dirigiéndose a donde estaban las dos chicas.

- Vigila bien a tu novia – le dijo Ricky al pasar junto a él. Nuevamente las risas respondieron a la frase.

Alberto, encogiéndose de hombros se acercó a la mesa y, tras besar a Ana, le preguntó a Sara qué le pasaba.

Ana le puso al corriente de todo y le explicó que Sara era lesbiana y que nunca se lo había dicho a él por petición expresa suya.

Sara confesó que llevaba unos meses viéndose con una chica y que se habían enamorado. Era una chica del instituto al que iba Alberto. Éste le preguntó su nombre.

Al decirle su nombre, Alberto les pidió que le perdonasen un momento, que no tardaría.

- ¿Lo ves? Dijo Sara -. Ya te dije que todavía hay mucha gente que tiene prejuicios. Hasta él.

Ana se quedó sin palabras, mirando a su amado abandonando el lugar. Conocía mejor que nadie a Alberto. Estaba segura que no tenía ningún prejuicio contra Sara. No podía creer que la rechazase solo por ser lesbiana.

Al rato, Alberto entró otra vez, acompañado de la mano de una impresionante rubia de ojos azules. Los chicos giraban la cabeza para verla pasar.

Los dos se acercaron a la mesa donde estaban Ana y Sara, que se quedó boquiabierta. Ana estaba desconcertada. Por un momento se había olvidado de su amiga. ¿Quién era esa chica que estaba con Alberto?

La chica sonriente, se acercó a Sara y la besó, ante el asombro de todos.

- Perdonad la espera – dijo Alberto - Es que, casualmente la novia de Sara es amiga mía de la infancia.

- Sí, - contestó la chica- . Jugábamos juntos a veces.

- Se me había ocurrido que podíamos ir los cuatro a algún sitio a tomar algo. Dijo Alberto.

Al pasar los cuatro por delante del grupito de Ricky, Sara hizo un corte de mangas y los cuatro se pusieron a reír.

lunes, 20 de abril de 2009

CAPÍTULO 9

Un hondo suspiro escapa de lo más profundo del pecho de Ana al recordar aquellos maravillosos años.

En su mente se agolpan, desordenados, miles de momentos felices al lado de Alberto. Todavía se estremece al recordar cada caricia, cada beso. Recuerda como su cuerpo se estremecía cuando Alberto le susurraba al oído: “Te quiero”.

Nota como se le pone la carne de gallina al acordarse de las manos de su amado recorriendo su cuerpo. No ha pasado ni un solo día sin rememorar todos esos momentos.

El tiempo parecía detenerse. El mundo entero no existía en ese momento para ellos. Cuando, escondidos, se exploraban y estudiaban mutuamente. Cada caricia, cada beso, era un descubrimiento para ellos.

Sabían todo lo que se tenía que saber sobre el sexo. Pero ellos estaban convencidos de que aquello que ellos sentían no lo sabía nadie. Que ningún libro había escrito nunca nada de lo que ellos estaban descubriendo.

Ana estaba convencida de que ningún libro podía conocer lo dulcemente que Alberto la podía tocar.

Los días trascurrían sin problemas. Iban juntos a todas partes y cualquier cosa que hacían, los dos, era para ellos una fiesta: Comer una pizza, ir al cine, dar de comer a las palomas, etc.

Cuando eres adolescente crees que nada va a cambiar. Que todo va a ser siempre así, que el tiempo no avanza. Pero empiezas pronto a darte cuenta de que no es así. Y te haces adulto a golpes.

Su madre nunca tuvo un mal gesto hacia Alberto mientras eran niños. Pero el que su hija, su niña, saliese con un chico de “distinta clase”, eso era otra cosa. Ella se había dado cuenta de que aquél chico tan guapote: Ricardo, no le quitaba ojo.

Conocía a sus padres, y sabía que eran de muy buena familia. No entendía como Ana rechazaba una y otra vez a un chico tan guapo y rico para irse con el “hijo del lampista”.

Nunca hizo saber a Ana su disconformidad con su relación con Alberto. Pero siempre procuraba poner trabas a sus encuentros.

Más tarde Ana se enteró de un suceso en el que su madre fue artífice y que jamás se lo perdonó.

Ahora su rostro se torna sombrío y enojado al recordar todo eso.

CAPÍTULO 8

El sol del atardecer se reflejaba en el mar. La playa estaba desierta fuera de la época estival.

En un rincón de la playa, medio oculto por un pequeño bosquecillo, sobre una toalla, Ana y Alberto se miraban el uno al otro.

Una tarde tras otra iban a ese lugar. Allí permanecían durante horas. Jugando, charlando, riendo y regalándose el amor el uno al otro.

Cada mirada, cada beso, cada caricia, llevaba consigo una carga emocional que hacía que el tiempo se detuviese, que el corazón se acelerase y que, día tras día, fuesen más felices.

Los labios se juntaban con ternura. Los besos eran largos, dulces, hermosos.

De cuando en cuando, Alberto se detenía mirando los preciosos ojos verdes de Ana, que con el brillo del sol adquirían un color que, a su parecer, se le antojaban majestuosos.

Las manos se internaban curiosas entre la ropa, palpando, investigando.

Ambos sabían todo, o casi todo, lo que tenían que saber del sexo. Conocían amigos que llegaban mucho más lejos de lo que ellos llegaban. Pero ni a Alberto ni a Ana parecía importarles. Se sabían el uno del otro. Por lo que no tenían ninguna prisa en explorar más allá de lo que hacían.

La mano de Alberto, introducida por la blusa de Ana, podía palpar el erecto pezón de ella. Al levantar la vista vio caer una lágrima de sus ojos.

-¿Qué te pasa, cariño? Preguntó apurado Alberto.

Y Ana, besó tiernamente a Alberto en los labios. Tras lo que le dijo:

- Es que soy muy, muy feliz.

CAPÍTULO 7

Alberto se levantó como cada mañana. Se dirigió a la cocina para prepararse el desayuno. Al pasar por la habitación de su padre le llamó la atención oír ruido dentro. Normalmente a esas horas su padre ya habría salido hace rato. Así que abrió la puerta.

Al abrir, se encontró con una hermosa mujer en ropa interior que, instintivamente, trató desesperadamente de taparse como podía. Era Mariona.

Alberto, igualmente apurado, se disculpó como pudo y cerró la puerta.

En la cocina, Alberto daba buena cuenta de unos cereales, ya repuesto del azorado encuentro con Mariona en la habitación de su padre.

Sonreía mientras recordaba el incidente. Sabía que Mariona y su padre habían estado viéndose. Ya no trabajaba para los Cifuentes y, estando separada de su marido, nada les impedía encontrarse. Pero aquello daba la impresión de que había sido el paso definitivo. Quizá habían decidido vivir juntos. Lo que le agradaba. Alberto quería mucho a Mariona y le gustaba que su padre estuviese con ella.

- ¡Ejem! Buenos días. Dijo Mariona, tímidamente.

- ¡Hola! Perdón por lo de antes. No imaginaba que estarías dentro de la habitación. Contestó Alberto, animosamente.

- ¡Qué vergüenza! -Dijo Mariona mientras vertía el café en la taza y se sentaba junto a él-. A saber lo que habrás pensado de mí.

- ¡Qué tontería! No tengo nada que pensar. ¡Ya era hora de que os decidierais! Espero que te sientas a gusto aquí con nosotros.

Diciendo esto, Alberto se levantó y besó en la mejilla a Mariona al tiempo que cogía la mochila y salía de casa.

Mariona adoraba a aquél muchacho. Ya desde niño, cuando jugaba en el parque con Ana le tenía un cariño especial. Siempre tan alegre, tan animado.
Sabía que él y Ana eran novios. Y se daba perfecta cuenta del amor que había entre ellos. Se podía notar cuando estaban juntos.

Conocía a Ana tanto o más que su propia madre y veía lo enamorada que estaba de Alberto. La forma de mirarle, el modo agitado de respirar cuando él le cogía de la mano.

Pero algo le tenía preocupada. Había tratado a los padres de Ana mucho tiempo. En especial a su madre. Y sabía perfectamente que ella no estaba nada contenta con el novio que su hija había escogido. Seguramente prefería al hijo de algún reconocido abogado o un futuro ingeniero o un rico heredero. Alguien que tuviese su misma escala social.

Desde luego no le hacía ninguna gracia que su hija se conformase con el “hijo del lampista”, como ella lo llamaba.

Por el momento se mantenía al margen porque lo consideraba algo pasajero. Un primer amor adolescente que probablemente pasaría con el tiempo.

Pero Mariona sabía que no era así. Entre ellos había un amor puro, limpio y fuerte que se acrecentaría con el paso del tiempo. Temía por ellos, por que la madre se interpusiera entre ellos antes de que ellos fuesen lo suficientemente mayores como para decidir por ellos mismos.

CAPÍTULO 6

Sara se limpiaba las gruesas gafas a la puerta del instituto mientras esperaba a Ana. Miraba de reojo a Ricky, como siempre, sentado en su motocicleta y rodeado de chicas. Ni siquiera se molestaría en acercarse, pues sabía que él ni tan sólo la miraría. De hecho, sabía que ningún chico la miraba.

Un par de chicos pasaron corriendo arrollando literalmente a Sara, a la que tiraron al suelo los libros que llevaba en la mano. Se agachó a recogerlos y vio una mano que le ayudaba.

- ¿Me dejas que te ayude? –dijo el joven que se agachaba a ayudarla.

Sara permaneció bloqueada mientras aquél sonriente joven le recogía amablemente los libros.

- Desde luego –continuó el chico-, hay gente que no mira por donde va. Me llamo Alberto.

Sara correspondió a la presentación. Era guapísimo. Con aquel chico a su lado se olvidó por completo del idiota de Ricky.

- Verás, estoy esperando a una chica que estudia aquí –se explicó Alberto-. No se si la conocerás se llama Ana.

“Así que este chico es el novio de Ana”. Se preguntó Sara.

- ¿Tú eres Alberto? –Preguntó Sara-. Ana se pasa el día hablando de ti. Soy compañera suya. Ha subido a clase porque se ha olvidado algo.

En los minutos que estuvo junto a Alberto, Sara comprendió por qué Ana estaba colada por él. No era tan solo lo guapo que era. Era su voz, su modo de hablar, la calidez de sus palabras. Además, aquél chico no la ignoraba. No se limitó a preguntar por Ana y marcharse. Se quedó con ella y le daba conversación.

A los pocos minutos salió Ana, que corrió a abrazar a Alberto. Algo que llamó la atención de Ricky, que observaba desde la distancia con cara de pocos amigos.

- Bueno, Sara. –Dijo Alberto-. Encantado de conocerte.

Diciendo esto, dio a Sara un beso en cada mejilla. Ésta, cogió a Ana por el brazo y, sonriendo le dijo en voz baja:

- ¡Qué suerte tienes!

Ricky, puso en marcha la motocicleta y se acercó a la pareja que ya marchaban.

- Hola Ana. ¿Ya te vas?- Dijo frenando justo enfrente de ellos-. ¿Quién es tu novio? ¿Nos presentas?

A regañadientes, Ana le presentó a Alberto.

- ¿Vas al otro instituto, no? Debe ser duro. Dicen que está lleno de moros y sudacas.

- No te creas todo lo que te dicen. Vamos Ana. Contestó Alberto.

- Por cierto, -continuó Alberto-, tienes la moto baja de ralentí, se te puede calar a menudo. Si quieres, un día de estos te la miro.

Al decir esto, y mientras se alejaban, la motocicleta se paró y dejaron a Ricky, intentando encenderla de nuevo.

- No falla –dijo Alberto riendo-. Cuando les dices eso, la mayoría de las veces se cala.

- ¡Eres malo! –dijo Ana riendo.

Ambos marcharon cogidos en dirección al parque. Hablaban y reían animosamente.

UNA ACLARACIÓN

El capítulo 6 que, espero, habeis leido, en realidad es el 5. A continuación os pongo el capítulo 6, de verdad.

MANOLO

domingo, 19 de abril de 2009

CAPITULO 6

El tiempo es algo tan implacable como misterioso. Parece que avance lentamente, pero cuando nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que ha pasado muy deprisa.

Ana ha cambiado mucho. Su pelo se ha oscurecido un poco, pero ahora se alternan mechones rubios con otros más oscuros. Y ya hace tiempo que dejó las coletas.

La flacucha niña, con las piernas llenas de cardenales y betadine, se ha convertido en una exuberante mujer, a pesar de ser todavía muy joven, pues solo tiene dieciséis años.

Pero ya a esta edad, las chicas tontean con los chicos que, éstos, empezando a despertar a la pubertad, andan revoloteando alrededor de las chicas como moscones en torno a un pastel.

Pero ella, a pesar de que despierta pasiones entre todos sus compañeros de clase, solo tiene ojos para Alberto.

Es la hora del recreo. Sentadas cerca del campo de fútbol, Ana y un grupito de chicas charla amigablemente.

- ¿Le sigues viendo? -Pregunta una pecosa pelirroja, amiga de Ana.

- Claro, -respondió Ana con rotundidad.

- No entiendo como puedes salir con ese tío. Ni siquiera tiene moto, según dices –respondió otra de ellas.

Ana ni siquiera se molestó en contestar aquella estúpida observación. Simplemente se limitó a suspirar.

Mientras, en el campo de básquet, un rubio muchacho acaparaba las miradas del resto del grupo.

Era hijo de un importante ejecutivo, compañero del padre de Ana. Llamaba la atención entre las chicas. Pues era alto, guapo y atlético. Todo ello sin mencionar que conducía una impresionante motocicleta. Regalo de cumpleaños de sus padres.


Varias veces le había tirado los tejos a Ana, confiado en sí mismo. Pero se veía rechazado una y otra vez.

Se acercó, acompañado por un puñado de otros chicos, al grupo de las chicas. Con el torso desnudo y la camiseta en la mano, mostrando su ya marcada musculatura.

- Hola, chicas.

Se dieron la vuelta, alguna colocándose disimuladamente la ropa.

- Hola Ricky, -dijo Sara, la pelirroja.

Se llamaba Ricardo, pero todos le llamaban Ricky. Apenas dirigió una mirada a Sara. Su aire desgarbado, sus enormes gafas y su cuerpo, aun en pleno cambio, no tenía mucho éxito entre los chicos. Por lo que no le sorprendió la indiferencia del muchacho.

- Esta tarde –continuó Ricky- nos juntaremos unos cuantos amigos en mi casa, para bañarnos en la piscina. ¿Os apuntáis?

Todas asintieron entusiasmadas a la invitación. Menos Ana, que había quedado con Alberto.

- Gracias, pero yo tengo otros planes –respondió Ana.

Ricky soltó una carcajada forzada.

- ¿Planes? –dijo. ¿Llamas planes a ir a sentaros al parque? Porque es lo máximo que puede ofrecerte ese pringado.

El impulso de Ana era el de abofetear a ese idiota. Pero su educación se lo impidió. También su sentido común. Ricky era mucho más alto y fuerte que ella. No sabía cual sería su reacción al verse abofeteado delante de sus amigos.

Simplemente se dio media vuelta y se fue.


Alberto se levantó de un salto de la cama. El despertador había sonado, pero lo había parado y se quedó dormido unos minutos.

Se vistió rápidamente y se dirigió a la cocina, donde su padre le había dejado preparado el desayuno y un enorme bocadillo envuelto en papel de aluminio.

Bebió el enorme tazón de leche y, cogiendo el bocadillo lo metió en su mochila. Agarró un manojo de llaves y se fue al instituto.

Alberto era un muchacho muy apreciado en el barrio. Simpático y educado, estaba siempre dispuesto a echar una mano a todo aquél que se la pidiese.

También entre las chicas del barrio era popular. Aquél niño pecoso y pequeño se había convertido en un chico alto y corpulento como su padre. Era muy guapo e irradiaba alegría.

Echó una carrera para conseguir subirse al autobús, que estaba a punto de irse.

Por el día iba al instituto y, por la tarde hacía algunas horas en un taller mecánico. De esta forma aprendía un oficio y se ganaba un dinerito. El dueño del taller era amigo de su padre. Él no era partidario que su hijo trabajase. Manuel estaba convencido que Alberto debía estudiar, pero fue tanta la insistencia de Alberto por trabajar que asintió.

Luego, por la tarde se vería con Ana. Se pasaba el día contando las horas que le quedaban para verla.