viernes, 8 de mayo de 2009

CAPÍTULO 33

Las galerías estaban llenas de gente. Ana y Alberto caminaban entre el enjambre de personas, cargados de bolsas.

Ya lo tenían casi todo dispuesto, pero no querían llegar a España sin llevar un detallito a la familia.

Alberto siempre se ha agobiado en estos sitios. Pero llevando bien agarrada a su novia, todo le parecía maravilloso.

Ambos reían y jugueteaban mientras. De tanto en tanto se detenían a tomar un café.

Al cabo de un buen rato, salieron a la calle. Dispuestos a coger un taxi que les llevase a casa. No pasaba ninguno, por lo que anduvieron un poco más en busca de alguno que estuviese libre.

- ¡Jo, cielo! Exclamó Alberto. Tengo los pies ardiendo. Esta ciudad no es para mí.

- Para mí tampoco, cariño. Contestó Ana mientras oteaba buscando un taxi.

- ¡De modo que al final estáis juntos!

La voz les sorprendió. Al darse la vuelta vieron que era Ricky. Su cara era la de un hombre descompuesto.

Alberto hizo ademán de abalanzarse hacia él, pero Ana le detuvo. Pero, en ese instante, Ricky extrajo una pistola de la chaqueta.

- ¡Nadie me quita lo que es mío! Gritó Ricky. ¡Y menos un don nadie como tú!

Diciendo esto, realizó dos disparos que alcanzaron de lleno el torso de Alberto, que cayó al suelo inmóvil.

Los segundos siguientes fueron de caos. Ana se arrodilló gritando junto a Alberto. La gente chillaba y corría sin dirección, presa del pánico, al oír los disparos.


Un policía que entró en escena apuntó con su pistola a Ricky, ordenándole que arrojase el arma. Ricky, estaba totalmente perdido y no hizo caso. Levantó su arma, apuntando, esta vez, a Ana, que desesperadamente trataba de tapar la sangre que emanaba el cuerpo de Alberto.

El policía realizó dos disparos que abatieron a Ricky.

La ambulancia que había acudido rápidamente al lugar, se abría camino entre el tráfico, para llegar lo más pronto posible al hospital. Alberto había entrado en coma mientras los médicos trabajaban frenéticamente para mantenerle con vida.

Horas más tarde, en la sala de espera, Ana rezaba junto a su madre, que acudió lo más pronto que pudo.

El padre de Alberto y Mariona cogerían el primer avión que pudiesen para estar junto a él.

Alberto había entrado en coma, debido a la copiosa pérdida de sangre. Por lo que tenían pocas esperanzas.

Al fin, uno de los médicos salió del quirófano, con la mascarilla en el cuello. Estaba cabizbajo, por lo que no presagiaba nada bueno. Las dos mujeres se levantaron, esperando noticias.

- Hemos hecho lo que hemos podido. Les dijo el médico, con tono triste. Pero no ha habido nada que hacer. Ha muerto.

En su, aún corta, vida, Ana había recibido algunos golpes, físicos y morales. La separación de Alberto, la “ruptura” entre ellos, las humillaciones de Ricky… Pero nada comparable a esto. Era como si alguien hubiese clavado un puñal en su corazón y se lo retorciese por dentro.

Sin pensar en nada, dio media vuelta y salió corriendo del hospital, sin que nadie pudiese hacer nada.

jueves, 7 de mayo de 2009

CAPÍTULO 32

Sobre la cubierta del magnífico barco, Ana volvía a notar las lágrimas resbalando por sus mejillas.

Recordando el momento en el que volvieron a encontrarse. Habían pasado varios años desde que había sentido los brazos de Alberto. Sus manos en su cuerpo. Sus labios junto a los suyos.

Desde que se despidieron aquella dolorosa tarde, para ir junto a sus padres a Estados Unidos.

No había pasado un solo día sin pensar en él. No había pasado una sola noche sin, en la soledad, recordar, con sus propias manos, los lugares por donde, en aquellos lejanos días de adolescencia, Alberto exploraba, tembloroso, su cuerpo. Descubriendo todos los rincones de su piel.

Ocupaba gran parte de sus sueños, de sus fantasías. Muchas noches, en la cama, para poder conciliar el sueño, fantaseaba con que volvían a encontrarse y que se entregaban ciegamente el uno al otro.

Aquel momento había llegado, por fin. Su deseo, su sueño, se había hecho realidad.

Los días que sucedieron después fueron de felicidad. Ana vivía en un sueño. Se movía entre nubes de algodón.

Su madre se sentía aliviada, aunque sabía que lo que había hecho con ellos nunca se lo iba a perdonar.

Se establecieron con ella. Lo decidieron así mientras ultimaban las cosas para el viaje.

Tenían intención, la pareja, de volver a España para casarse y vivir allí. Ella también. Vendería aquella lujosa mansión y viviría el resto de sus días en una casa más pequeña en España. Pues, al menos, allí tenía familia. Nada la retenía por más tiempo en Estados Unidos.

Alberto había vuelto a ser el muchacho jovial y bromista de siempre. Y su futura suegra le conoció y descubrió por primera vez.

Era como si un soplo aire fresco, de primavera, hubiese entrado en aquella grande, lujosa y fría mansión.

La alegría de los dos enamorados llenaba la casa de vida. Alberto bromeaba incluso con el personal del servicio.

Charlaba con el chofer, que nunca consiguió que se sentase en el asiento de atrás. Incluso le ayudaba con el mantenimiento del coche.

La señora Cifuentes, o Luisa, como quería que la llamase, jamás se había reído tanto.

Pero, desgraciadamente, el destino quiso ponerse en contra. Y aquellos maravillosos días estaban a punto de terminar.

CAPÍTULO 31

Ana deambulaba por el apartamento como un alma en pena. Su cabeza le daba vueltas. Se encontraba en un callejón sin salida. Viviendo en un infierno.

Debía tomar una determinación. Marcharse. Había un mundo a donde poder huir. Si al menos supiese el paradero de Alberto podría tratar de ir con él. Aunque con el paso del tiempo quizás ya se había olvidado de ella. Estaría con alguna otra mujer y tan solo le ocasionaría problemas.

Ricky andaba por casa. En su despacho hablando por teléfono. Probablemente absorbiendo alguna pobre empresa.

De repente el seco sonido de un portazo la sobresaltó.

- ¿Qué es esto? Entró preguntando Ricky con unos papeles en la mano.

Al principio no alcanzaba a comprender a qué se refería. Luego se dio cuenta: Era una información proporcionada por un abogado al que había acudido para formalizar la separación. Lo había estado haciendo a escondidas, pero descuidadamente se olvidó de esconderlo. El mundo se le vino encima.

- ¿Acaso pensabas divorciarte de mí? Preguntó Ricky agarrándola del brazo.

- ¿Quieres librarte de mí para poder irte con cualquier otro? ¡Tú eres mía!

La arrojó al suelo con violencia, para luego agarrarla de la blusa, rompiéndole un par de botones.

- Siempre me has gustado, Ana. Desde que estábamos en el Instituto y te ibas con el petimetre ese.

Sujetándola, la echó sobre un sofá, colocándose sobre ella. Ana trató de forcejear, pero entonces la golpeó con el puño. El labio empezó a sangrar.

Haciendo caso omiso de las súplicas de la muchacha, el hombre la despojó de la blusa, sujetándole con ella los brazos, y tras bajarle el sujetador, manosear sus pechos.

- ¡Te vas a enterar, zorra! Y diciendo esto la volvió a abofetear dos veces más.

Un enorme estruendo irrumpió de pronto. La puerta de la calle acababa de abrirse con violencia. Ana no podía creer lo que estaba viendo.

-¡Alberto! Exclamó Ana.

El joven se abalanzó sobre Ricky, agarrándolo y lanzándolo sobre una librería, haciendo caer buena parte de las finas figuras y libros que en ella había.

Ricky trató de incorporarse, tan solo para volver a ser abatido por el impacto del derechazo de Alberto. Un golpe en el estómago le dejó sin aire para, por fin caer inconsciente por un nuevo puñetazo de Alberto.

Ana estaba inmóvil, estupefacta. Sobre el sofá, medio desnuda, sangrando. No era capaz de reaccionar. No sabía si aquello le estaba ocurriendo de verdad o era una alucinación producida por los golpes.

Alberto se acercó a ella y la acarició con el amor y la ternura que le había estado guardando durante años. Al fin, Ana estalló en lágrimas, abrazando desesperadamente a su único y verdadero amor. El dolor de los golpes, la humillación. Nada le importaba ya. El sueño se había cumplido. Tenía a Alberto nuevamente entre sus brazos, después de tanto tiempo.

Recogieron lo más imprescindible y abandonaron a Ricky, tirado en el suelo del salón.

martes, 5 de mayo de 2009

CAPÍTULO 30

Muy cerca de Central Park, abandonando un taxi, estaba la señora Cifuentes, con una pequeña agenda en la mano.

Le había costado un poco encontrar su paradero. Cuando estuvo en su casa, no se preocupó en saber dónde viviría, pues no le interesaba. Pero ahora todo había cambiado.

Tuvo que llamar a España y buscar el número de la empresa de su padre, pensando que Alberto habría vuelto. Pero su padre le dijo que se había quedado en Estados Unidos y le dieron su dirección.

Vivía en un coqueto apartamento cerca del parque. Trabajaba como ingeniero en una empresa y se había abierto camino en ella. Se llamó estúpida a sí misma por haber sido tan ciega.

Sabía a lo que se enfrentaba. Alberto, la echaría a patadas en cuanto la viese, y no se lo reprochaba. Pero ella estaba dispuesta a arrastrarse, a humillarse lo que hiciese falta por ayudar a su hija.

Por otra parte, conocía bastante a Alberto. Siempre había sido un muchacho muy tranquilo y pacífico. Ana era más temperamental. Tenía la esperanza de que la dejaría hablar antes de tirarla escaleras abajo.

Pero había algo que la asustaba mucho más: Era la posibilidad de que él se hubiese casado. Entonces sí que ya no tendría nada que hacer.

Las manos le sudaban cuando llamó a la puerta. La cara de Alberto al abrir era de auténtico asombro.

Muy educadamente la invitó a entrar. Y, después, ella le estuvo contando todo lo que anteriormente le había contado a su hija. La ira se reflejaba en el rostro de Alberto.

- Tiene vd. suerte de que es una señora mayor y a mí me han educado muy bien. Dijo Alberto conteniéndose.

- Espera, espera – insistió ella -. No me eches aún antes de contarte otra cosa. Es sobre Ana.

Alberto se detuvo en seco, dispuesto a escuchar, en cuanto oyó el nombre. Entonces le estuvo contando cómo se había casado con Ricky y que éste la maltrataba. Escuchaba indignado.

- ¡Hijo de perra! ¿Por qué no se separa de él?

- Porque le tiene un miedo atroz, Alberto. Le falta valor. Y yo sé que ella nunca te ha olvidado. Ella te ama y contigo a su lado no le tendrá miedo.

Alberto se levantó del asiento como un resorte. Se dirigió a una habitación, para aparecer al momento, con una chaqueta.

- Vamos, señora. Dijo Alberto, cogiéndola del brazo.

- ¿Dónde?

- ¿Dónde va a ser? ¡A por Ana!

- Pero… -titubeó ella - ¿Y si él está con ella?

- Señora… - contestó Alberto -. Ojala tenga la suerte de que él esté en casa.

lunes, 4 de mayo de 2009

CAPÍTULO 29

El lujoso Cadillach aparcó en la entrada del edificio situado en la Quinta Avenida. El chofer se apresuró a abrirle la puerta a la señora Cifuentes. Ésta le dio la orden de venir a buscarla en una hora. Iba a hacerle una visita a su hija.

Vivía junto a su marido en esta populosa avenida. Desde que se casaron, eran contadas las veces que iban a visitarla.

Además desde que un infarto se llevó a su marido al otro mundo, la casa se le hacía cada vez más y más grande. Y se aburría soberanamente. Las amistades cada vez las veía más vacías e insulsas. Eran más compromisos que verdaderas amistades.

Ahora recordaba con cierta tristeza algunas charlas que mantuvo con Mariona, cuando Ana era una niña. Era una mujer muy dulce y culta. En aquel entonces no las apreciaba, pero, desde que su marido murió, empieza a ver las cosas desde otro punto de vista. Empezaba a darse cuenta de que en el mundo existen buenas y malas personas, independientemente del dinero que tengan.

Ahora su única meta era que su hija le diese un nieto, al que educaría de forma muy diferente.

Se abrió la puerta del lujoso apartamento. Ana apareció con unas gafas de sol. Lo que no tenía sentido.

- ¡Hola mamá! No… no te esperaba.

Ana no parecía muy contenta de verla. De hecho, tenía mal aspecto.

- ¿Qué te pasa hija? ¿Estás enferma?

Le quitó las gafas, a pesar de la negativa de Ana. Tenía los ojos amoratados y al acercarse a la luz pudo verle el labio hinchado.

Por un momento pensó que, quizá, la habían atracado en la calle. Pero Ana confesó que había sido Ricky.

Después de estar hablando un rato, Ana se desahogó con su madre. Le confesó que su marido la maltrataba de cuando en cuando y el terror que le tenía.

Su madre insistió que lo que debía hacer era separarse. Pero Ana le contestó que Ricky le había dicho que la buscaría donde fuese y que nunca se libraría de él.

Su madre estalló en sollozos. Su mundo se vino abajo. Y no pudo callarle a su hija la verdad. ¡Ella era la culpable! ¡Ella se había metido en su cuenta de correo electrónico y había hecho que se separasen! ¡Ella era la causante de ello y de que estuviese casada con este monstruo!

- ¡Perdóname, hija!

- ¡Eres una hija de puta! – respondió Ana con ira incontenible -. ¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a verte en la vida!

A empujones, Ana echó de su casa a su madre, que inútilmente trataba de hablar. De excusarse. Pero ¿Cómo le iba a perdonar, si ella misma no podía perdonarse?

Pero, seguía siendo su madre, a pesar de todo. Y no podía dejar a su hija en manos de ese hombre.

Ana necesitaba algo que le diese el valor suficiente para denunciar a su marido y abandonarle, y sabía quién podría infundirle ese valor.

domingo, 3 de mayo de 2009

CAPÍTULO 28

Ana pasea por la cubierta con la cabeza baja. Recordando todos aquellos acontecimientos que marcaron su vida. Jamás perdonará a su madre por todo lo que hizo.

No se enteró de que Alberto había ido a buscarla. De haberlo hecho hubiese ido a verle. Su madre lo sabía y por eso no le dijo nada.

Por otra parte, Alberto dio por sentado que ella estaría felizmente casada y no quiso interponerse.

Nada más lejos de la verdad. Ricky, su marido, a pesar de los años y de la pequeña fortuna que había conseguido amasar, seguía siendo el niño débil, cobarde, presumido y egoísta que era cuando iban al instituto.

Al principio del matrimonio no era así. Era cariñoso y atento, pero a los pocos meses destapó su verdadera personalidad.

Era muy celoso y posesivo con ella. Egoísta y avaricioso. Y, lo que es peor: violento.

Él sabía perfectamente que Ana no había conseguido apartar de su mente a Alberto. Cuando volvía a casa con algunas copas de más, que era cada vez más frecuente, se lo reprochaba y acababa por abofetearla.

Ella se veía acorralada, sola y atrapada. Además le tenía muchísimo miedo. Por lo que no se atrevía a tomar ninguna determinación.

Después, venía a ella suplicándole que le perdonara y jurándole que no lo volvería a hacer.

Desde fuera, daba la apariencia de un hombre muy amable y cariñoso. Era con ella con quien mostraba su verdadero yo.

Recuerda con amargura una de las peores palizas recibidas por él.

CAPÍTULO 27

La desmedida aglomeración de Nueva York aturde bastante a Alberto. En otras circunstancias la visión de aquella enorme y populosa ciudad le hubiese tenido embobado a cada paso. Pero no tenía tiempo para eso. Había cruzado el Atlántico con un propósito: Encontrar a Ana.

Se sentía muy afortunado por la gente que tenía alrededor. Por un lado su padre, que al enterarse de que quería venir, le entregó una cartilla donde, poco a poco, había ido depositando dinero. Según él, porque sabía que, tarde o temprano acabaría por ir allí.

Por otro lado, Sara. Que enterada y preocupada por la extraña confusión entre sus dos amigos de la adolescencia, había movido todo lo posible para encontrar algunos conocidos en esta ciudad, que pudiesen echar un cable a Alberto.

Alberto no había perdido el tiempo. Llevaba encima sus acreditaciones y títulos universitarios. Se había afeitado y cortado el pelo. Y su aspecto era más el de un universitario que el de un mecánico, como acostumbraba últimamente.

Tras instalarse como pudo, de forma provisional, se puso en marcha. No había tiempo que perder. Así que marchó decidido a buscar la casa de los padres de Ana, siguiendo la dirección que le había proporcionado Sara. Rogaba que no hubiesen cambiado de dirección.

El taxi se detuvo ante una enorme y lujosa casa, a juzgar por lo poco que veía a través de las rejas de valla que limitaba la finca.

Estaba impresionado. La casa donde vivían en España cuando eran niños ya le parecía un palacio. Pero esa era algo que él no había visto nunca. Estaba situada en las afueras. En un pequeño pueblo colindante con Nueva York. Algo parecido, salvando las distancias, con mucha gente en Madrid, que se iba a vivir a sitios como Cerdedilla.

Cuando el guardia jurado que le atendió en la puerta de la finca le pidió el nombre y el motivo de la visita, tuvo, de pronto, pocas esperanzas de poder entrar.

En cuanto la señora Cifuentes viese quién era, no sólo no le atendería, sino que mandaría a aquél poli que le echase a patadas.

Pero, para su sorpresa, no sólo le dejó pasar, sino que le acompañó hasta la puerta. El jardín era impresionante, mejor que muchos parques municipales.

Siempre se preguntó la necesidad de los ricos por tener algo tan ostentoso. Probablemente nunca han paseado por este jardín. Pero eso era algo que ahora no le preocupaba. Tenía curiosidad por saber qué le esperaba dentro de la casa.

Tras una travesía por la casa que le parecía interminable, llegó al salón donde le esperaba la señora Cifuentes. Aunque odiaba a esta mujer, siempre había admirado su elegancia. Jamás la había visto alterarse por nada.

- ¡Qué agradable sorpresa! Exclamó ella.

Alberto estaba en guardia. Toda aquella amabilidad le tenía mosca.

- ¡Cuánto tiempo! Dime, querido. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ¿Deseas algo? ¿Un café? Siéntate, por favor.

Alberto no se dejó impresionar. Sabía que ocultaba algo.

- Iré al grano, señora. No deseo hacerle perder el tiempo. He venido en busca de Ana.

- ¡Huy, lo siento! – comentó ella -. No se encuentra ya aquí, querido. Verás, Ana lleva un año felizmente casada. ¿Y tú? Cuéntame, ¿Te has casado? ¿Y tu padre?

La voz de la mujer resonaba, pero él no la escuchaba. No le hubiese importado nada que la casa se hubiese derrumbado en ese momento aplastándolo ahí mismo. Y de paso aplastar a aquella desagradable mujer.