jueves, 30 de abril de 2009

CAPÍTULO 26

Aquél había sido un día agotador para Alberto. Se acercaba el verano y la gente acudía a los talleres a poner a punto sus coches, preparándolos para los viajes estivales.

Con el pelo aún mojado por la ducha, sale del cuartito que la empresa tiene para que los trabajadores se cambien. Entonces uno de sus compañeros se dirige a él.

- Alberto, hay una chica que ha preguntado por ti. Te está esperando en la puerta. ¡Vaya suerte tienes, colega!

Alberto se preguntaba quién sería. No había quedado con nadie. Tan sólo pudo distinguir una silueta femenina en la puerta. Pero se adivinaba una silueta interesante. Además debía llevar una falda corta, pues podía distinguir unas esbeltas piernas. Al salir, por fin pudo ver la cara. La sorpresa fue mayúscula.

- ¡Sara! Exclamó Alberto.

Podía entender perfectamente la exclamación de su compañero. Sara había ganado con el tiempo y se había convertido en una morena exuberante. Hacía años que no la veía y, aunque nunca le perdonó que se marchase sin despedirse, había pasado el tiempo suficiente como para no concederle importancia. Se alegraba mucho de verla.

Sara había hablado con su padre y éste le dijo dónde podía encontrarle. Le comentó que necesitaba hablar con él. Se dirigieron a una cafetería cercana y buscaron un rincón para conversar.

- Alberto, - empezó a hablar Sara -. Sé que ha pasado mucho tiempo, pero tenía la espina clavada durante mucho tiempo, pensando que me odiarías por haberme ido de esa manera. Y necesito explicártelo.

Sara estuvo un rato hablando. Explicándole a Alberto cómo se había enamorado de él y como decidió apartarse completamente para no interponerse entre Ana y él. Alberto escuchaba con atención y comprendía.


- Ahora ya ha pasado – prosiguió Sara – y por eso te lo puedo contar.

- Bueno, - contestó Alberto – me siento mejor porque lo hayas aclarado. Entonces espero que renovemos la amistad allá donde lo dejamos.

- Por supuesto. – dijo Sara sonriendo -. Pero si llego a saber que ibas a romper con Ana no me hubiese quitado de en medio. Estás saliendo con alguna chica ¿verdad?

- No – respondió Alberto -. No he salido con nadie. Fue Ana la que rompió conmigo porque había encontrado un chico.

- Espera – comentó Sara extrañada -. Ana me escribió y me dijo, en resumen, que te habías cansado de esperar y que habías encontrado a una chica.

- Insisto, Sara – Alberto empezaba a ponerse serio -. Fue justamente al revés.

Sara estaba desconcertada. Algo no iba bien. Ambos coincidían en el mismo mensaje y en que trataron inútilmente de escribirse sin obtener respuesta.

- Sara, ¿Tienes la dirección de Ana? ¿Un teléfono?

- Tengo su dirección postal, en Estados Unidos, pero no su e-mail. Hace mucho tiempo que no la escribo. Hemos ido perdiendo el contacto. De hecho, es como si me hubiese dejado al margen.

- Algo le ocurre – observó Alberto -. Tengo que hablar con ella, sea como sea.

CAPÍTULO 25

El azar, o el destino, como algunos prefieren aceptar, es a veces tan caprichoso que, parece que en ocasiones juegue con el tiempo y el espacio, la vida o la muerte o la existencia misma. La casualidad hace a menudo que el planeta tierra sea un pequeño lugar donde miles de kilómetros son una distancia corta y los años un suspiro. Dando la sensación de que una invisible mano coloca algo en un determinado momento de la vida de una persona.

Esto ocurrió con Ana. Cuando se encontraba en Miami pasando unos días de relajación, acompañado de su madre.

Ya había pasado unos años, desde que Alberto había roto su corazón. Pero no podía quitárselo de la cabeza ni de su alma.

Se encontraba tomando el sol en la lujosa terraza del hotel cuando una figura masculina le cubrió con su sombra. Pensó que sería uno más de los que tratarían de entablar conversación con ella, sin éxito.

Ya estaba acostumbrada a que se le acercasen, pero a ninguno le daba la más mínima oportunidad. Lo que a su madre ponía frenética, pues veía como iba rechazando a todo hombre que se le acercaba.

- Hola, Ana.

Ana se incorporó un poco, poniendo su mano sobre la frente tratando de cubrir sus ojos del sol. Aquel hombre la había llamado por su nombre. Ahí, en Miami. Era Ricky.

- ¡Dios mío, Ricky! Exclamó sorprendida. ¿Qué haces tú por aquí?

- Bueno – respondió – Lo mismo que tú supongo, tomar el sol.

Ana realmente se alegraba de volverle a ver. Encontrarse al cabo de los años con alguien de la infancia le hizo sentir cómoda. Aunque Ricky nunca hubiese sido santo de su devoción.

Había cambiado. Ya no era el muchacho fanfarrón de antes. Se había convertido en un importante hombre de negocios y ahora su posición no le permitía perder el tiempo con tonterías. Aunque la fanfarronería la había cambiado por una enorme soberbia. Pero que, a juicio de Ana, era lo corriente entre la gente de dinero.

Los años que había pasado junto a Alberto, su padre, Mariona y en el barrio de ellos, habían hecho mella en ella. La educación recibida por Mariona, de niña, estaban dando sus frutos. Ella era tan rica o más que todos los que estaban allí, pero al pensar en los ricos siempre, inconscientemente, se excluía a sí misma. Por eso, para ella el dinero ha tenido siempre tan poco valor.

El resto de las vacaciones Ricky acompañó a las dos mujeres a todas partes. Algo que a su madre la tenía encantada. Por fin había conseguido lo que quería.

Ese era el tipo de hombre que se merecía Ana. Se encontraba satisfecha, pues Ricardo y Ana pasaban mucho tiempo juntos y era extraordinariamente amable y atento. Se sentía responsable de aquella conquista. Y se le borraron todos los remordimientos de causar la ruptura con el lampista.

martes, 28 de abril de 2009

CAPÍTULO 24

La música sonaba en el radio-despertador. Pesadamente, Alberto extendió la mano para apagarlo. Se movía por el pequeño estudio como un autómata. Después de ducharse, rebuscó entre un amasijo de ropa que había sobre una silla, de la que tan solo eran visibles las patas.

Alberto era ya un hombre. Había terminado la carrera, más por contentar a su padre que por otra cosa, y se había ido a vivir solo. Además se trasladó a Tarragona.

Después de lo ocurrido con la ruptura de Ana, a la que no consigue quitarse del corazón, estuvo hundido. Pero viendo que su padre sufría por él, hizo un último esfuerzo por terminar la carrera. Su padre se merecía esa alegría y muchas más. Ahora se había quedado a solas con Mariona y su amor era ya algo sólido. Por lo que Alberto se sentía contento.

Pensó que en una ciudad con tanta industria como esta tendría ocasión de ejercitar la carrera, pero había tenido que contentarse, de momento, con trabajar de mecánico en un taller.

Todos aquellos años de esfuerzo le habían dado un porvenir y, aunque no era lo que más le gustaba, al menos le permitía pagar el alquiler del pequeño estudio en el que vivía, situado en la parte más antigua de la ciudad.

Ya no quedaba en él nada de aquel muchacho jovial de antes. Se había convertido en un hombre muy serio, solitario y descuidado. Apenas parecía tener alguna motivación. Se movía en el día a día sin importarle nada más.

Tenía el pelo mucho más largo que antes y casi siempre andaba sin afeitar. El estudio donde vivía era un auténtico caos. Por esa razón pasaba mucho tiempo fuera de casa.

Solía montar en su motocicleta e irse al paseo marítimo donde pasaba horas frente al mar, fumando y sumido en sus pensamientos. En los que siempre Ana era el centro de ellos.

Se preguntaba cómo sería su vida allá en Estados Unidos, junto a la bruja de su madre y a su nuevo novio.

Seguramente sería un ricachón que no sabría valorarla y que, pasados unos años, no la haría ni caso.

“Ojala”, pensó, “así si se cansa de ella, a lo mejor podría yo ir a buscarla”.

Otro de los sitios que frecuentaba era un bar que había en su misma calle. Éste era adornado en su puerta por una luz roja y, en su interior, las prostitutas trataban de ganarse unos euros a cambio de su cuerpo.

Le gustaba estar allí. Nunca había estado en la intimidad con ninguna de las chicas. Pero en aquel ambiente de degradación se sentía cómodo. Las prostitutas eran mujeres llenas de tristeza, que habían tenido que ejercer el oficio más antiguo del mundo por necesidad. Se identificaba mucho con ellas.

La costumbre hizo que deambulase con toda normalidad por el local. Había hecho amistad con ellas, con las que charlaba o jugaba al parchís mientras no había clientes. Excepto una de ellas, de origen ruso, con la que jugaba al ajedrez y a la que no había conseguido ganar nunca.

Procuraba llegar lo más tarde y cansado posible a casa, para que el sueño le llegase pronto y no le atormentasen los recuerdos de su, todavía, amor de su vida: Ana.

CAPÍTULO 23


Ana seguía sentada en la tumbona de la cubierta del barco. Había echado la cabeza un poco hacia atrás y cerraba un poco los ojos. La cabeza le dolía. Probablemente por las horas sin dormir y sin comer. Pero sabía que no podría dormir. De hecho le importaba muy poco dormir o comer.

Recordaba aquellos acontecimientos tan dolorosos en su vida. Al contrario de lo que pensaba su madre, jamás perdonó lo que les hizo. La abandonó en cuanto se enteró de que había entrado en sus cuentas de correo y les había hecho esa guarrada.

Por su culpa llegó incluso a odiar a Alberto, aunque solo por un tiempo, porque le quería tanto que no pasaría ni un solo día sin acordarse de él.

Además eso hizo que perdiese interés por todo, incluso por su carrera, que abandonó y se dedicó a vivir de la fortuna de sus padres. Sin independencia, y sin voluntad.

Pero otro tanto hizo con Alberto, al que sus notas bajaron estrepitosamente y que acabó la carrera por poco y gracias al altísimo nivel que tenía del principio.

Seguro que Alberto también debió odiar a Ana. E imagina la reacción de él al leer el mensaje que supuestamente le había mandado ella, rompiendo su relación.

Imaginaba a Alberto llorando como un niño y siendo consolado por su padre, al que siempre Ana ha admirado, y Mariona, a la que decepcionaría que su niña se comportase de esa manera.

No conseguía dormir, pero sí dormitar, por lo que se le mezclaban recuerdos y sueños. Hasta el punto de no saber cual era el recuerdo y cual el sueño.

lunes, 27 de abril de 2009

CAPITULO 22

Ana estuvo llorando toda la noche. Desesperada, envió a Alberto decenas de mensajes que no han recibido respuesta alguna.

Esa mañana, bajo el pretexto de no encontrarse bien, se quedó en casa. No podía dar crédito a lo que le estaba pasando. Le parecía imposible que Alberto rompiese con ella, después de haberse amado tanto.

Alguien llamaba a la puerta de su habitación. Era su madre. Ésta abrió tímidamente la puerta.

- ¿Qué te pasa, cariño? ¿Qué te duele?

Ana estalló nuevamente en sollozos. Apenas podía hablar ni respirar. El dolor era tan grande que le era imposible disimularlo.

Su madre, viendo el sufrimiento de Ana, sintió flaquear sus fuerzas y, por un momento, estuvo a punto de arrepentirse de haber llevado a cabo su plan de introducirse en el correo de la pareja.

Pero estaba convencida de que era lo mejor para su hija y que con el tiempo lo entendería. Incluso creía haberle hecho un favor a Alberto. Ese joven no hubiese sido feliz en un ambiente que no era el suyo. Y no iba a permitir que su niña acabase con un lampista.

Por otro lado ya esperaba esta reacción, era natural, también lloraba de pequeña cuando le negaban un juguete, pero luego se le pasaba.

No. Hacía lo correcto. Ahora era tarea suya consolar a su hija.

- Cuéntame que te pasa, hija. Soy tu madre. Confía en mí.

Ana, entre sollozos, explica a su madre lo que decía el mensaje que había recibido. A lo que ella, como una gran actriz, ponía cara de sorpresa e indignación.

- ¡Ay, hija mía! ¡La verdad es que me dejas de piedra!

Su expresión era de auténtica estupefacción. Mientras Ana lloraba sobre su hombro.

- ¡Hombres! Está visto que todos son iguales, cielo. Ninguno es capaz de mantenerse fiel durante tanto tiempo y estando tan lejos. Aunque he de decir que no me esperaba esto de él. Confieso que al principio no me gustaba tu relación con ese muchacho pero, conociéndole, llegué a tenerle cariño. Parecía tan bueno y legal…

Prosiguió hablando, con un poder de convicción tan grande que, poco a poco, Ana se fue calmando.

- Sé que es difícil, pero debes entenderlo, cariño. Es ya un hombre. Es joven, inteligente y muy atractivo. Y a ti te tiene muy lejos, tanto en la distancia como en la clase social.

- La verdad – siguió -, me sorprende que te haya sido fiel tanto tiempo. Los hombres no son como nosotras. Son más instintivos y difícilmente se resisten teniendo una mujer delante. Por otro lado reconozco que, al menos, se ha portado como un caballero y te ha sido fiel hasta que no ha podido más. Y ha roto contigo antes de estar con la otra chica y hacerte más daño.

Ana la miraba atenta. Escuchaba cada una de sus palabras.

- Tienes que quedarte con el recuerdo de los maravillosos momentos que habéis vivido juntos. Eso nunca lo olvidaréis y seguro que él tampoco.

- Créeme, cielo. Tarde o temprano tenía que pasar. Yo también fui joven y sé por lo que estás pasando. Te dolerá durante tiempo. Pero llegará un día que lo recordarás como una etapa más en tu vida.

Parecía quedarse pensativa un momento y luego, como si le viniese una gran idea, le dijo a su hija:

- ¿Qué te parece si haces un descanso, de unos días, en tus estudios y hacemos un viaje? Ya verás que bien te sienta un cambio de aires.

Ana asintió, apesadumbrada.

domingo, 26 de abril de 2009

CAPÍTULO 21

Ana llevaba unos días nerviosa. Deambulaba por la habitación como una pantera enjaulada, mirando el reloj.

Llevaba unos días sin chatear con Alberto. Le mandaba mensajes diciendo que tenía que trabajar. Pero antes, cuando no podía conectarse, al menos le mandaba algún mensaje, acompañado de una foto o un video corto, en el que la recordaba lo mucho que la quería. Pero estas veces no. Tenía la extraña sensación de que había algo más.

Encendió el ordenador. Al cabo de un rato, esperando a que se le abriese el correo, se dio cuenta de que tenía un mensaje de Alberto.

Lo abrió presurosa e ilusionada. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando empezó a leer el mensaje.

Cariño. Llevo varios días tratando de encontrar la manera de decirte algo. Pero no quiero alargarlo por más tiempo.

Yo te quiero mucho y, por nada del mundo, deseo hacerte daño. Pero esta distancia que nos separa ha acabado por separar también nuestro amor.

Compréndelo, soy un hombre joven que tiene toda una vida por delante. No puedo pasarme la vida encerrado en casa, hablándole a una pantalla.

He conocido a una chica muy agradable y atenta conmigo. Y poco a poco está haciéndome olvidar mi amor por ti. Por lo que tengo que dejarte ahora, antes de que te hagas aun más ilusiones y sea peor.

Contigo he pasado la mejor época de mi vida y siempre te guardaré un lugar en mi corazón.

Te deseo, de todo corazón, que seas muy feliz y encuentres a un hombre que sepa amarte como te mereces.

Adiós, Ana. Cuídate mucho.

Alberto
.”

CAPÍTULO 20

Aquella tarde Alberto había terminado más pronto. Estaba además muy animado, pues había sabido las notas y, hasta ese momento, eran excelentes. Pero últimamente estaba un tanto preocupado pues llevaba unos días sin conectarse con Ana. Estaba ocupada y no chateaba con él.

Las horas pasaban lentamente mientras esperaba a que Ana se conectase. Abrió el correo electrónico y vio que tenía un mensaje de ella. Tal vez se trataría de alguna foto. Tenía un montón de fotos suyas.

El semblante del muchacho cambió por completo. Jamás, en sus peores pesadillas, hubiese soñado con un mensaje como ese.

Cariño. Llevo varios días tratando de encontrar la manera de decirte algo. Pero no quiero alargarlo por más tiempo.

Yo te quiero mucho y, por nada del mundo, deseo hacerte daño. Pero esta distancia que nos separa ha acabado por separar también nuestro amor.

Compréndelo, soy una mujer joven que tiene toda una vida por delante. No puedo pasarme la vida encerrada en casa, hablándole a una pantalla.

He conocido a un chico muy agradable y atento conmigo. Y poco a poco está haciéndome olvidar mi amor por ti. Por lo que tengo que dejarte ahora, antes de que te hagas aun más ilusiones y sea peor.

Contigo he pasado la mejor época de mi vida y siempre te guardaré un lugar en mi corazón.

Te deseo, de todo corazón, que seas muy feliz y encuentres a una mujer que sepa amarte como te mereces.

Adiós, Alberto. Cuídate mucho.

Ana
.”

CAPITULO 19

La señora Cifuentes daba cortos paseos por la sala. Esperaba visita. Y ésta se retrasaba. Le indignaba la falta de puntualidad.

¿Qué le estaba pasando al mundo? De pronto todo aquello que a ella le habían enseñado que era malo, degradante o pecado, ahora estaba bien.

Como la amiga de su hija. ¡Una lesbiana! ¡Válgame Dios! Se enteró poco antes de venirse a Estados Unidos. Conocía a sus padres y eran gente decente. No entendía como les podía salir una hija así. Se estremecía pensando que pasaba horas con Ana en la habitación. ¡A saber lo que harían! ¡Qué vergüenza! En su propia casa.

Ahora ya no se tenían en cuanta las clases sociales. En los sitios selectos a donde iban, ya dejaban entrar a cualquiera.

Pero nada la indignaba más que su propia hija. Ella estaba convencida de que, cuando llevasen un tiempo separados, acabarían por cansarse y olvidarse el uno del otro. De esta manera, Ana se relacionaría con jóvenes de su clase. ¡Pero qué va!

El chico ese sigue atosigándola y ella se pasa los días como una monja enclaustrada, delante del ordenador. Tecleando como loca las teclas de este cacharro infernal, escribiéndose mutuamente.

¡Maldito Internet! Hace años, con el correo normal, hubiese podido coger las cartas pero ahora no.

Y para colmo tiene que disimular delante de Ana. Tragarse su indignación y hacer ver que no ve mal esa relación.

Aprendió que la mejor forma de romper esa pareja era ponerse de su parte para ganarse su confianza y, de esa manera, con paciencia, esperar el momento adecuado.

Pero su paciencia cada vez se agotaba más. Por lo que decidió hacer algo más activo. Si es que su visita se decidía a aparecer.

Al fin apareció, acompañada de la criada, la persona que esperaba.

Se trataba de un chico joven. Debía tener poco más de veinte años, pero, por la forma de vestir y la cara de niño, aparentaba aún menos edad. De los oídos colgaban unos cables que iban a parar al bolsillo de la camisa tejana. Probablemente se trataba de un mp3 de esos que llevan ahora todos. El muchacho se movía con soltura y se dirigía a ella con desparpajo.

Después de las presentaciones la señora empezó a hablar.

- Mi marido dice que trabajas en una de sus empresas. También me ha dicho que eres un genio con la informática.

- Bueno, - respondió el joven sin dejar de mascar el chicle -. Me manejo bastante bien.

- Te he hecho venir – prosiguió ella -, porque deseo pedirte un favor. Mi hija está siendo acosada por un indeseable que no deja de mandarle mensajes por correo electrónico.

- Sé que – prosiguió -, un tipo con conocimientos de informática como tú puede averiguar las contraseñas y meterse en esas cuentas.

- Pero señora, eso es ilegal. Si me pillaran…

- No te pido que entres en el correo del Presidente – comentó con sarcasmo -. Es tan sólo las cuentas de mi hija y la de ese tipo.

- Mi marido me comentó que estabas ahorrando para comprarte un coche ¿no es así? Yo te lo compraría gustosa a cambio de ese favor.

El chico empezó a pensar.

- Imagínate las chicas que caerían a tus pies con un lindo deportivo.

- Está bien señora – al final respondió el chico -. ¿Qué tengo que hacer?

- Tú haz lo que yo te diga y nadie se enterará.