Ana bajó del BMW que conducía su madre. Las dos se dirigieron al local infantil donde habían contratado la fiesta para su cumpleaños.
Como es habitual, estaban invitados la mayoría de los compañeros de clase. Algunos no eran amigos de Ana. Ni siquiera la hacían caso, pero sus padres sí eran amigos de los suyos. Por lo que eran invitados de compromiso.
Pero había uno, se preguntaba su madre, que Ana pedía hasta la saciedad que fuese invitado a su fiesta. Nunca le había visto ni conocía a sus padres. Pero Mariona dijo que era un amigo que tenía del parque, con lo que no le importó invitarle también.
- Mariona –llamó la señora Cifuentes-
- Dígame, Sra. Cifuentes.
- Ese niño… No recuerdo su nombre, ¿Pudiste darles la invitación a sus padres?
- Se llama Alberto. Sí, ya se lo di a su padre.
Poco a poco, los niños fueron llegando de la mano, unos de la madre, otros de algún abuelo
Al poco rato entró Alberto de la mano de su padre. Mariona se acercó a él a recibirle. A la madre de Ana le llamó la atención: Era un hombre enorme, corpulento. El pelo algo canoso y llevaba puesto un mono azul. No se parecía en nada a las personas con las que solía tratar. Más bien le recordaba al lampista que vino a arreglar la cocina la semana pasada.
No obstante, se acercó a saludarle.
- Buenas tardes. Saludó alargando la mano al padre de Alberto, con una sonrisa cordial.
Notó un fuerte apretón de la mano callosa de aquél hombre. Estaba claro que no pertenecía a la misma clase que ella. Pero parecía un hombre educado.
Aquella noche, ya de regreso a casa, Ana estaba muy contenta. Lo había pasado estupendamente en su fiesta. Pero su madre estaba un tanto descontenta con su comportamiento.
Le sorprendió que estuviese todo el tiempo más pendiente del amiguito del parque que de sus compañeros de clase. Aunque admitía que el chico era un encanto y, todo hay que decirlo, el regalo más bonito que había recibido era el suyo: Una muñeca preciosa que ha sido lo primero que ha abierto cuando ha llegado a casa.
Al día siguiente, Mariona conversaba amigablemente con Manuel en el habitual banco del parque mientras, a distancia prudencial, Ana y Alberto escondidos bajo una casita de madera que servía de tobogán charlaban.
- Entonces, ¿Ya somos novios? –preguntó Alberto.
- Sí –respondió Ana:
- Así, tenemos que darnos un beso. Eso es lo que hacen los novios.
- Vale, pero en la boca no ¿Eh? –dijo Ana.
- ¿En la boca? –preguntó Alberto con una mueca de asco en la cara.
- Sí, los mayores se dan besos en la boca. ¿No lo has visto en el parque, y en las pelis?
- ¡Ag, que asco! –exclamó el chico.
Y dicho esto, Ana se acercó y le dio a Alberto un beso en la mejilla. Con toda la dulzura de que es capaz un niño. Casi al instante, al chico se le pusieron las mejillas rojas y Ana apartó la vista con evidente timidez.
Como es habitual, estaban invitados la mayoría de los compañeros de clase. Algunos no eran amigos de Ana. Ni siquiera la hacían caso, pero sus padres sí eran amigos de los suyos. Por lo que eran invitados de compromiso.
Pero había uno, se preguntaba su madre, que Ana pedía hasta la saciedad que fuese invitado a su fiesta. Nunca le había visto ni conocía a sus padres. Pero Mariona dijo que era un amigo que tenía del parque, con lo que no le importó invitarle también.
- Mariona –llamó la señora Cifuentes-
- Dígame, Sra. Cifuentes.
- Ese niño… No recuerdo su nombre, ¿Pudiste darles la invitación a sus padres?
- Se llama Alberto. Sí, ya se lo di a su padre.
Poco a poco, los niños fueron llegando de la mano, unos de la madre, otros de algún abuelo
Al poco rato entró Alberto de la mano de su padre. Mariona se acercó a él a recibirle. A la madre de Ana le llamó la atención: Era un hombre enorme, corpulento. El pelo algo canoso y llevaba puesto un mono azul. No se parecía en nada a las personas con las que solía tratar. Más bien le recordaba al lampista que vino a arreglar la cocina la semana pasada.
No obstante, se acercó a saludarle.
- Buenas tardes. Saludó alargando la mano al padre de Alberto, con una sonrisa cordial.
Notó un fuerte apretón de la mano callosa de aquél hombre. Estaba claro que no pertenecía a la misma clase que ella. Pero parecía un hombre educado.
Aquella noche, ya de regreso a casa, Ana estaba muy contenta. Lo había pasado estupendamente en su fiesta. Pero su madre estaba un tanto descontenta con su comportamiento.
Le sorprendió que estuviese todo el tiempo más pendiente del amiguito del parque que de sus compañeros de clase. Aunque admitía que el chico era un encanto y, todo hay que decirlo, el regalo más bonito que había recibido era el suyo: Una muñeca preciosa que ha sido lo primero que ha abierto cuando ha llegado a casa.
Al día siguiente, Mariona conversaba amigablemente con Manuel en el habitual banco del parque mientras, a distancia prudencial, Ana y Alberto escondidos bajo una casita de madera que servía de tobogán charlaban.
- Entonces, ¿Ya somos novios? –preguntó Alberto.
- Sí –respondió Ana:
- Así, tenemos que darnos un beso. Eso es lo que hacen los novios.
- Vale, pero en la boca no ¿Eh? –dijo Ana.
- ¿En la boca? –preguntó Alberto con una mueca de asco en la cara.
- Sí, los mayores se dan besos en la boca. ¿No lo has visto en el parque, y en las pelis?
- ¡Ag, que asco! –exclamó el chico.
Y dicho esto, Ana se acercó y le dio a Alberto un beso en la mejilla. Con toda la dulzura de que es capaz un niño. Casi al instante, al chico se le pusieron las mejillas rojas y Ana apartó la vista con evidente timidez.
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