viernes, 17 de abril de 2009

CAPÍTULO 3

Una leve y melancólica sonrisa se dibuja en los labios de Ana, recordando esos años de su niñez.

Unos años muy felices. Pues era una niña que sólo recibía amor y cariño por todas partes.

Por sus padres que, al ser hija única de un matrimonio muy bien situado, tanto económica como socialmente, la mimaban y consentían en todos los aspectos.

Por parte de Mariona, su niñera. Una mujer adorable pero firme, que la educó y la acostumbró a la vida real. Enseñó a Ana a desenvolverse en todos los ambientes. Y trató, por todos los medios, de evitar que se convirtiese en una niña pusilánime y malcriada.

Mariona siempre procuró que se relacionase y jugase con niños de todas las escalas sociales. Gracias a eso, creció sin prejuicios.

Por otra parte, también consiguió que fuese capaz de comportarse como una señorita, llegado el momento, pero que fuese tan traviesa y juguetona como cualquier niño.

Llevaba las piernas siempre marcadas de cardenales y rasguños de jugar en el parque. Gracias a eso, era una niña fuerte y vivaracha que no se asustaba ante un rasguño, que no se amilanaba para subirse a un árbol o coger un saltamontes.

Y, por supuesto, el complemento perfecto fue conocer a Alberto. Aquel niño. “El hijo del lampista”, como le llamaba su madre, absorbía la mayor parte de su infancia.

Nadie, ni siquiera Mariona, podía imaginar que ese niño sería tan importante en la vida de Ana, y que, tanto él como su padre, influirían de forma tan decisiva en sus vidas.

Ana contempla nuevamente la foto de Alberto y, otra vez, vuelve a dejarse llevar por los recuerdos que acuden a su memoria.

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