domingo, 3 de mayo de 2009

CAPÍTULO 27

La desmedida aglomeración de Nueva York aturde bastante a Alberto. En otras circunstancias la visión de aquella enorme y populosa ciudad le hubiese tenido embobado a cada paso. Pero no tenía tiempo para eso. Había cruzado el Atlántico con un propósito: Encontrar a Ana.

Se sentía muy afortunado por la gente que tenía alrededor. Por un lado su padre, que al enterarse de que quería venir, le entregó una cartilla donde, poco a poco, había ido depositando dinero. Según él, porque sabía que, tarde o temprano acabaría por ir allí.

Por otro lado, Sara. Que enterada y preocupada por la extraña confusión entre sus dos amigos de la adolescencia, había movido todo lo posible para encontrar algunos conocidos en esta ciudad, que pudiesen echar un cable a Alberto.

Alberto no había perdido el tiempo. Llevaba encima sus acreditaciones y títulos universitarios. Se había afeitado y cortado el pelo. Y su aspecto era más el de un universitario que el de un mecánico, como acostumbraba últimamente.

Tras instalarse como pudo, de forma provisional, se puso en marcha. No había tiempo que perder. Así que marchó decidido a buscar la casa de los padres de Ana, siguiendo la dirección que le había proporcionado Sara. Rogaba que no hubiesen cambiado de dirección.

El taxi se detuvo ante una enorme y lujosa casa, a juzgar por lo poco que veía a través de las rejas de valla que limitaba la finca.

Estaba impresionado. La casa donde vivían en España cuando eran niños ya le parecía un palacio. Pero esa era algo que él no había visto nunca. Estaba situada en las afueras. En un pequeño pueblo colindante con Nueva York. Algo parecido, salvando las distancias, con mucha gente en Madrid, que se iba a vivir a sitios como Cerdedilla.

Cuando el guardia jurado que le atendió en la puerta de la finca le pidió el nombre y el motivo de la visita, tuvo, de pronto, pocas esperanzas de poder entrar.

En cuanto la señora Cifuentes viese quién era, no sólo no le atendería, sino que mandaría a aquél poli que le echase a patadas.

Pero, para su sorpresa, no sólo le dejó pasar, sino que le acompañó hasta la puerta. El jardín era impresionante, mejor que muchos parques municipales.

Siempre se preguntó la necesidad de los ricos por tener algo tan ostentoso. Probablemente nunca han paseado por este jardín. Pero eso era algo que ahora no le preocupaba. Tenía curiosidad por saber qué le esperaba dentro de la casa.

Tras una travesía por la casa que le parecía interminable, llegó al salón donde le esperaba la señora Cifuentes. Aunque odiaba a esta mujer, siempre había admirado su elegancia. Jamás la había visto alterarse por nada.

- ¡Qué agradable sorpresa! Exclamó ella.

Alberto estaba en guardia. Toda aquella amabilidad le tenía mosca.

- ¡Cuánto tiempo! Dime, querido. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ¿Deseas algo? ¿Un café? Siéntate, por favor.

Alberto no se dejó impresionar. Sabía que ocultaba algo.

- Iré al grano, señora. No deseo hacerle perder el tiempo. He venido en busca de Ana.

- ¡Huy, lo siento! – comentó ella -. No se encuentra ya aquí, querido. Verás, Ana lleva un año felizmente casada. ¿Y tú? Cuéntame, ¿Te has casado? ¿Y tu padre?

La voz de la mujer resonaba, pero él no la escuchaba. No le hubiese importado nada que la casa se hubiese derrumbado en ese momento aplastándolo ahí mismo. Y de paso aplastar a aquella desagradable mujer.

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