Muy cerca de Central Park, abandonando un taxi, estaba la señora Cifuentes, con una pequeña agenda en la mano.
Le había costado un poco encontrar su paradero. Cuando estuvo en su casa, no se preocupó en saber dónde viviría, pues no le interesaba. Pero ahora todo había cambiado.
Tuvo que llamar a España y buscar el número de la empresa de su padre, pensando que Alberto habría vuelto. Pero su padre le dijo que se había quedado en Estados Unidos y le dieron su dirección.
Vivía en un coqueto apartamento cerca del parque. Trabajaba como ingeniero en una empresa y se había abierto camino en ella. Se llamó estúpida a sí misma por haber sido tan ciega.
Sabía a lo que se enfrentaba. Alberto, la echaría a patadas en cuanto la viese, y no se lo reprochaba. Pero ella estaba dispuesta a arrastrarse, a humillarse lo que hiciese falta por ayudar a su hija.
Por otra parte, conocía bastante a Alberto. Siempre había sido un muchacho muy tranquilo y pacífico. Ana era más temperamental. Tenía la esperanza de que la dejaría hablar antes de tirarla escaleras abajo.
Pero había algo que la asustaba mucho más: Era la posibilidad de que él se hubiese casado. Entonces sí que ya no tendría nada que hacer.
Las manos le sudaban cuando llamó a la puerta. La cara de Alberto al abrir era de auténtico asombro.
Muy educadamente la invitó a entrar. Y, después, ella le estuvo contando todo lo que anteriormente le había contado a su hija. La ira se reflejaba en el rostro de Alberto.
- Tiene vd. suerte de que es una señora mayor y a mí me han educado muy bien. Dijo Alberto conteniéndose.
- Espera, espera – insistió ella -. No me eches aún antes de contarte otra cosa. Es sobre Ana.
Alberto se detuvo en seco, dispuesto a escuchar, en cuanto oyó el nombre. Entonces le estuvo contando cómo se había casado con Ricky y que éste la maltrataba. Escuchaba indignado.
- ¡Hijo de perra! ¿Por qué no se separa de él?
- Porque le tiene un miedo atroz, Alberto. Le falta valor. Y yo sé que ella nunca te ha olvidado. Ella te ama y contigo a su lado no le tendrá miedo.
Alberto se levantó del asiento como un resorte. Se dirigió a una habitación, para aparecer al momento, con una chaqueta.
- Vamos, señora. Dijo Alberto, cogiéndola del brazo.
- ¿Dónde?
- ¿Dónde va a ser? ¡A por Ana!
- Pero… -titubeó ella - ¿Y si él está con ella?
- Señora… - contestó Alberto -. Ojala tenga la suerte de que él esté en casa.
Le había costado un poco encontrar su paradero. Cuando estuvo en su casa, no se preocupó en saber dónde viviría, pues no le interesaba. Pero ahora todo había cambiado.
Tuvo que llamar a España y buscar el número de la empresa de su padre, pensando que Alberto habría vuelto. Pero su padre le dijo que se había quedado en Estados Unidos y le dieron su dirección.
Vivía en un coqueto apartamento cerca del parque. Trabajaba como ingeniero en una empresa y se había abierto camino en ella. Se llamó estúpida a sí misma por haber sido tan ciega.
Sabía a lo que se enfrentaba. Alberto, la echaría a patadas en cuanto la viese, y no se lo reprochaba. Pero ella estaba dispuesta a arrastrarse, a humillarse lo que hiciese falta por ayudar a su hija.
Por otra parte, conocía bastante a Alberto. Siempre había sido un muchacho muy tranquilo y pacífico. Ana era más temperamental. Tenía la esperanza de que la dejaría hablar antes de tirarla escaleras abajo.
Pero había algo que la asustaba mucho más: Era la posibilidad de que él se hubiese casado. Entonces sí que ya no tendría nada que hacer.
Las manos le sudaban cuando llamó a la puerta. La cara de Alberto al abrir era de auténtico asombro.
Muy educadamente la invitó a entrar. Y, después, ella le estuvo contando todo lo que anteriormente le había contado a su hija. La ira se reflejaba en el rostro de Alberto.
- Tiene vd. suerte de que es una señora mayor y a mí me han educado muy bien. Dijo Alberto conteniéndose.
- Espera, espera – insistió ella -. No me eches aún antes de contarte otra cosa. Es sobre Ana.
Alberto se detuvo en seco, dispuesto a escuchar, en cuanto oyó el nombre. Entonces le estuvo contando cómo se había casado con Ricky y que éste la maltrataba. Escuchaba indignado.
- ¡Hijo de perra! ¿Por qué no se separa de él?
- Porque le tiene un miedo atroz, Alberto. Le falta valor. Y yo sé que ella nunca te ha olvidado. Ella te ama y contigo a su lado no le tendrá miedo.
Alberto se levantó del asiento como un resorte. Se dirigió a una habitación, para aparecer al momento, con una chaqueta.
- Vamos, señora. Dijo Alberto, cogiéndola del brazo.
- ¿Dónde?
- ¿Dónde va a ser? ¡A por Ana!
- Pero… -titubeó ella - ¿Y si él está con ella?
- Señora… - contestó Alberto -. Ojala tenga la suerte de que él esté en casa.
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