El lujoso Cadillach aparcó en la entrada del edificio situado en la Quinta Avenida. El chofer se apresuró a abrirle la puerta a la señora Cifuentes. Ésta le dio la orden de venir a buscarla en una hora. Iba a hacerle una visita a su hija.
Vivía junto a su marido en esta populosa avenida. Desde que se casaron, eran contadas las veces que iban a visitarla.
Además desde que un infarto se llevó a su marido al otro mundo, la casa se le hacía cada vez más y más grande. Y se aburría soberanamente. Las amistades cada vez las veía más vacías e insulsas. Eran más compromisos que verdaderas amistades.
Ahora recordaba con cierta tristeza algunas charlas que mantuvo con Mariona, cuando Ana era una niña. Era una mujer muy dulce y culta. En aquel entonces no las apreciaba, pero, desde que su marido murió, empieza a ver las cosas desde otro punto de vista. Empezaba a darse cuenta de que en el mundo existen buenas y malas personas, independientemente del dinero que tengan.
Ahora su única meta era que su hija le diese un nieto, al que educaría de forma muy diferente.
Se abrió la puerta del lujoso apartamento. Ana apareció con unas gafas de sol. Lo que no tenía sentido.
- ¡Hola mamá! No… no te esperaba.
Ana no parecía muy contenta de verla. De hecho, tenía mal aspecto.
- ¿Qué te pasa hija? ¿Estás enferma?
Le quitó las gafas, a pesar de la negativa de Ana. Tenía los ojos amoratados y al acercarse a la luz pudo verle el labio hinchado.
Por un momento pensó que, quizá, la habían atracado en la calle. Pero Ana confesó que había sido Ricky.
Después de estar hablando un rato, Ana se desahogó con su madre. Le confesó que su marido la maltrataba de cuando en cuando y el terror que le tenía.
Su madre insistió que lo que debía hacer era separarse. Pero Ana le contestó que Ricky le había dicho que la buscaría donde fuese y que nunca se libraría de él.
Su madre estalló en sollozos. Su mundo se vino abajo. Y no pudo callarle a su hija la verdad. ¡Ella era la culpable! ¡Ella se había metido en su cuenta de correo electrónico y había hecho que se separasen! ¡Ella era la causante de ello y de que estuviese casada con este monstruo!
- ¡Perdóname, hija!
- ¡Eres una hija de puta! – respondió Ana con ira incontenible -. ¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a verte en la vida!
A empujones, Ana echó de su casa a su madre, que inútilmente trataba de hablar. De excusarse. Pero ¿Cómo le iba a perdonar, si ella misma no podía perdonarse?
Pero, seguía siendo su madre, a pesar de todo. Y no podía dejar a su hija en manos de ese hombre.
Ana necesitaba algo que le diese el valor suficiente para denunciar a su marido y abandonarle, y sabía quién podría infundirle ese valor.
Vivía junto a su marido en esta populosa avenida. Desde que se casaron, eran contadas las veces que iban a visitarla.
Además desde que un infarto se llevó a su marido al otro mundo, la casa se le hacía cada vez más y más grande. Y se aburría soberanamente. Las amistades cada vez las veía más vacías e insulsas. Eran más compromisos que verdaderas amistades.
Ahora recordaba con cierta tristeza algunas charlas que mantuvo con Mariona, cuando Ana era una niña. Era una mujer muy dulce y culta. En aquel entonces no las apreciaba, pero, desde que su marido murió, empieza a ver las cosas desde otro punto de vista. Empezaba a darse cuenta de que en el mundo existen buenas y malas personas, independientemente del dinero que tengan.
Ahora su única meta era que su hija le diese un nieto, al que educaría de forma muy diferente.
Se abrió la puerta del lujoso apartamento. Ana apareció con unas gafas de sol. Lo que no tenía sentido.
- ¡Hola mamá! No… no te esperaba.
Ana no parecía muy contenta de verla. De hecho, tenía mal aspecto.
- ¿Qué te pasa hija? ¿Estás enferma?
Le quitó las gafas, a pesar de la negativa de Ana. Tenía los ojos amoratados y al acercarse a la luz pudo verle el labio hinchado.
Por un momento pensó que, quizá, la habían atracado en la calle. Pero Ana confesó que había sido Ricky.
Después de estar hablando un rato, Ana se desahogó con su madre. Le confesó que su marido la maltrataba de cuando en cuando y el terror que le tenía.
Su madre insistió que lo que debía hacer era separarse. Pero Ana le contestó que Ricky le había dicho que la buscaría donde fuese y que nunca se libraría de él.
Su madre estalló en sollozos. Su mundo se vino abajo. Y no pudo callarle a su hija la verdad. ¡Ella era la culpable! ¡Ella se había metido en su cuenta de correo electrónico y había hecho que se separasen! ¡Ella era la causante de ello y de que estuviese casada con este monstruo!
- ¡Perdóname, hija!
- ¡Eres una hija de puta! – respondió Ana con ira incontenible -. ¡Vete de aquí! ¡No quiero volver a verte en la vida!
A empujones, Ana echó de su casa a su madre, que inútilmente trataba de hablar. De excusarse. Pero ¿Cómo le iba a perdonar, si ella misma no podía perdonarse?
Pero, seguía siendo su madre, a pesar de todo. Y no podía dejar a su hija en manos de ese hombre.
Ana necesitaba algo que le diese el valor suficiente para denunciar a su marido y abandonarle, y sabía quién podría infundirle ese valor.
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