jueves, 7 de mayo de 2009

CAPÍTULO 32

Sobre la cubierta del magnífico barco, Ana volvía a notar las lágrimas resbalando por sus mejillas.

Recordando el momento en el que volvieron a encontrarse. Habían pasado varios años desde que había sentido los brazos de Alberto. Sus manos en su cuerpo. Sus labios junto a los suyos.

Desde que se despidieron aquella dolorosa tarde, para ir junto a sus padres a Estados Unidos.

No había pasado un solo día sin pensar en él. No había pasado una sola noche sin, en la soledad, recordar, con sus propias manos, los lugares por donde, en aquellos lejanos días de adolescencia, Alberto exploraba, tembloroso, su cuerpo. Descubriendo todos los rincones de su piel.

Ocupaba gran parte de sus sueños, de sus fantasías. Muchas noches, en la cama, para poder conciliar el sueño, fantaseaba con que volvían a encontrarse y que se entregaban ciegamente el uno al otro.

Aquel momento había llegado, por fin. Su deseo, su sueño, se había hecho realidad.

Los días que sucedieron después fueron de felicidad. Ana vivía en un sueño. Se movía entre nubes de algodón.

Su madre se sentía aliviada, aunque sabía que lo que había hecho con ellos nunca se lo iba a perdonar.

Se establecieron con ella. Lo decidieron así mientras ultimaban las cosas para el viaje.

Tenían intención, la pareja, de volver a España para casarse y vivir allí. Ella también. Vendería aquella lujosa mansión y viviría el resto de sus días en una casa más pequeña en España. Pues, al menos, allí tenía familia. Nada la retenía por más tiempo en Estados Unidos.

Alberto había vuelto a ser el muchacho jovial y bromista de siempre. Y su futura suegra le conoció y descubrió por primera vez.

Era como si un soplo aire fresco, de primavera, hubiese entrado en aquella grande, lujosa y fría mansión.

La alegría de los dos enamorados llenaba la casa de vida. Alberto bromeaba incluso con el personal del servicio.

Charlaba con el chofer, que nunca consiguió que se sentase en el asiento de atrás. Incluso le ayudaba con el mantenimiento del coche.

La señora Cifuentes, o Luisa, como quería que la llamase, jamás se había reído tanto.

Pero, desgraciadamente, el destino quiso ponerse en contra. Y aquellos maravillosos días estaban a punto de terminar.

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