Ana seguía sentada en la tumbona de la cubierta del barco. Había echado la cabeza un poco hacia atrás y cerraba un poco los ojos. La cabeza le dolía. Probablemente por las horas sin dormir y sin comer. Pero sabía que no podría dormir. De hecho le importaba muy poco dormir o comer.
Recordaba aquellos acontecimientos tan dolorosos en su vida. Al contrario de lo que pensaba su madre, jamás perdonó lo que les hizo. La abandonó en cuanto se enteró de que había entrado en sus cuentas de correo y les había hecho esa guarrada.
Por su culpa llegó incluso a odiar a Alberto, aunque solo por un tiempo, porque le quería tanto que no pasaría ni un solo día sin acordarse de él.
Además eso hizo que perdiese interés por todo, incluso por su carrera, que abandonó y se dedicó a vivir de la fortuna de sus padres. Sin independencia, y sin voluntad.
Pero otro tanto hizo con Alberto, al que sus notas bajaron estrepitosamente y que acabó la carrera por poco y gracias al altísimo nivel que tenía del principio.
Seguro que Alberto también debió odiar a Ana. E imagina la reacción de él al leer el mensaje que supuestamente le había mandado ella, rompiendo su relación.
Imaginaba a Alberto llorando como un niño y siendo consolado por su padre, al que siempre Ana ha admirado, y Mariona, a la que decepcionaría que su niña se comportase de esa manera.
No conseguía dormir, pero sí dormitar, por lo que se le mezclaban recuerdos y sueños. Hasta el punto de no saber cual era el recuerdo y cual el sueño.
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