martes, 28 de abril de 2009

CAPÍTULO 24

La música sonaba en el radio-despertador. Pesadamente, Alberto extendió la mano para apagarlo. Se movía por el pequeño estudio como un autómata. Después de ducharse, rebuscó entre un amasijo de ropa que había sobre una silla, de la que tan solo eran visibles las patas.

Alberto era ya un hombre. Había terminado la carrera, más por contentar a su padre que por otra cosa, y se había ido a vivir solo. Además se trasladó a Tarragona.

Después de lo ocurrido con la ruptura de Ana, a la que no consigue quitarse del corazón, estuvo hundido. Pero viendo que su padre sufría por él, hizo un último esfuerzo por terminar la carrera. Su padre se merecía esa alegría y muchas más. Ahora se había quedado a solas con Mariona y su amor era ya algo sólido. Por lo que Alberto se sentía contento.

Pensó que en una ciudad con tanta industria como esta tendría ocasión de ejercitar la carrera, pero había tenido que contentarse, de momento, con trabajar de mecánico en un taller.

Todos aquellos años de esfuerzo le habían dado un porvenir y, aunque no era lo que más le gustaba, al menos le permitía pagar el alquiler del pequeño estudio en el que vivía, situado en la parte más antigua de la ciudad.

Ya no quedaba en él nada de aquel muchacho jovial de antes. Se había convertido en un hombre muy serio, solitario y descuidado. Apenas parecía tener alguna motivación. Se movía en el día a día sin importarle nada más.

Tenía el pelo mucho más largo que antes y casi siempre andaba sin afeitar. El estudio donde vivía era un auténtico caos. Por esa razón pasaba mucho tiempo fuera de casa.

Solía montar en su motocicleta e irse al paseo marítimo donde pasaba horas frente al mar, fumando y sumido en sus pensamientos. En los que siempre Ana era el centro de ellos.

Se preguntaba cómo sería su vida allá en Estados Unidos, junto a la bruja de su madre y a su nuevo novio.

Seguramente sería un ricachón que no sabría valorarla y que, pasados unos años, no la haría ni caso.

“Ojala”, pensó, “así si se cansa de ella, a lo mejor podría yo ir a buscarla”.

Otro de los sitios que frecuentaba era un bar que había en su misma calle. Éste era adornado en su puerta por una luz roja y, en su interior, las prostitutas trataban de ganarse unos euros a cambio de su cuerpo.

Le gustaba estar allí. Nunca había estado en la intimidad con ninguna de las chicas. Pero en aquel ambiente de degradación se sentía cómodo. Las prostitutas eran mujeres llenas de tristeza, que habían tenido que ejercer el oficio más antiguo del mundo por necesidad. Se identificaba mucho con ellas.

La costumbre hizo que deambulase con toda normalidad por el local. Había hecho amistad con ellas, con las que charlaba o jugaba al parchís mientras no había clientes. Excepto una de ellas, de origen ruso, con la que jugaba al ajedrez y a la que no había conseguido ganar nunca.

Procuraba llegar lo más tarde y cansado posible a casa, para que el sueño le llegase pronto y no le atormentasen los recuerdos de su, todavía, amor de su vida: Ana.

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