Tan absorta está Ana en sus recuerdos, que no oye el anuncio del altavoz del barco anunciando la apertura del comedor.
No tiene ningún interés en ir a comer. De hecho, aunque no le importa, lleva dos días que apenas ha probado bocado, de hecho, ni siquiera ha dormido un par de horas.
Ahora está enfurecida por el recuerdo de cómo su madre se ha entrometido entre los dos.
Y siempre lo hizo de forma tan sutil que ella nunca se enteró. Jamás le dijo a Ana nada en contra de su relación con Alberto. Nunca le dijo que no quería nada de él.
Las veces que se interpuso entre ellos lo hizo de forma traicionera, en silencio.
Años más tarde se enteró de la conversación que había tenido con Alberto su madre. Convenciéndole de que debía pensar en su felicidad y que, para ello, lo mejor era apartarse de su camino y dejar que se juntara con otros chicos de su clase.
Ana pocas veces oyó a su madre alzar la voz o manifestar enfado. Casi siempre conseguía lo que quería por medio de la palabra. Su poder de convicción era tan grande que hizo con su marido lo que quiso durante toda su vida. Hasta tal punto que era ella la que llevaba las riendas de la casa, mientras su padre se limitaba a engrosar la cuenta corriente, que era lo que realmente le gustaba, hasta que un infarto se lo llevó al otro barrio.
El recuerdo que le viene ahora es el de un momento en su relación con Alberto en el que su madre casi consigue su propósito.
No tiene ningún interés en ir a comer. De hecho, aunque no le importa, lleva dos días que apenas ha probado bocado, de hecho, ni siquiera ha dormido un par de horas.
Ahora está enfurecida por el recuerdo de cómo su madre se ha entrometido entre los dos.
Y siempre lo hizo de forma tan sutil que ella nunca se enteró. Jamás le dijo a Ana nada en contra de su relación con Alberto. Nunca le dijo que no quería nada de él.
Las veces que se interpuso entre ellos lo hizo de forma traicionera, en silencio.
Años más tarde se enteró de la conversación que había tenido con Alberto su madre. Convenciéndole de que debía pensar en su felicidad y que, para ello, lo mejor era apartarse de su camino y dejar que se juntara con otros chicos de su clase.
Ana pocas veces oyó a su madre alzar la voz o manifestar enfado. Casi siempre conseguía lo que quería por medio de la palabra. Su poder de convicción era tan grande que hizo con su marido lo que quiso durante toda su vida. Hasta tal punto que era ella la que llevaba las riendas de la casa, mientras su padre se limitaba a engrosar la cuenta corriente, que era lo que realmente le gustaba, hasta que un infarto se lo llevó al otro barrio.
El recuerdo que le viene ahora es el de un momento en su relación con Alberto en el que su madre casi consigue su propósito.
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