Ana llegó agotada a casa. Los primeros pasos en la universidad resultaban agobiantes, sobre todo por los cambios de sistema de estudios.
A pesar de haber descendido mucho en su rendimiento el último año de bachillerato, por todo lo sucedido con el traslado a Estados Unidos y verse separada de Alberto, la perspectiva de sacarse la carrera cuanto antes y volver a España a establecerse para unirse nuevamente a Alberto, hizo que se esforzase al máximo para poder entrar en la Universidad.
Tenía ya dieciocho años y llevaba ya casi un año en la lujosa mansión de Estados Unidos. Había hecho amigos en seguida, pues siempre fue una muchacha de muy buen carácter. Varios eran los chicos que la rondaban, pero ella tenía su corazón ocupado siempre con el recuerdo de Alberto.
El ambiente en aquella universidad era muy parecido al instituto pijo al que iba en España. Y también había algún que otro “Ricky” fanfarroneando, rodeado de chicas. La diferencia es que estos no iban subidos a una motocicleta, sino a ostentosos deportivos, pues en este país conducen a los dieciséis años.
Aunque Ana era muy apreciada entre sus compañeros, sus amigas más allegadas no comprendían como, una chica guapa como ella, se encerraba tardes enteras en casa y rechazaba una y otra vez cualquier relación con los chicos que la pretendían.
Pero ella hacía caso omiso de todo ello y, como cada día, entraba en su habitación y, tras cerrar la puerta, encendía el ordenador, se arreglaba el pelo, mientras se ponía en marcha la Web Cám, y se preparaba para chatear con Alberto.
Así llevaban durante meses, chateando y viéndose a través de la cámara. Se contaban todo lo sucedido durante el día y se repetían una y mil veces que algún día volverían a estar juntos.
No utilizaban el teléfono móvil, ya que Alberto no podía sufragar unas conferencias semejantes y la madre de Ana no hubiese permitido que ella hablase con él.
De cuando en cuando también recibía algún correo de Sara. También se había trasladado a otra ciudad. Y, muy a su pesar, lo había hecho sin despedirse de Alberto.
Meses antes le había contado a Ana que había roto con su pareja y, también, le explicó que se había enamorado de Alberto. A pesar de ser lesbiana. El amor no sabe de sexos.
Así que había decidido aprovechar el traslado para quitarse de en medio, pues quería mucho a los dos y no deseaba interponerse entre la pareja. Por lo que supuso que lo mejor era irse sin dejar rastro alguno a Alberto. Asimismo, le rogó a Ana que nunca le diese pista alguna a Alberto sobre ella: dirección, e-mail o cualquier otro dato.
Ana siempre ha sido muy respetuosa con los secretos, especialmente de Sara. Por lo que cumplió a rajatabla su petición. Además, tampoco le hacía demasiada gracia que Alberto estuviese con Sara, ahora que sabía que estaba enamorada de él.
Aunque siempre ha confiado en él, era lo suficientemente celosa como para no darle facilidades. Y más tratándose de su amiga. Pues era muy consciente de que se había convertido en una chica muy atractiva. Y su carácter congeniaba a la perfección con el de Alberto.
Se odiaba a sí misma por tener esos pensamientos, pero no lo podía evitar.
Sara ahora se había establecido con unas compañeras en un pequeño piso y estaba planeando abrir un pequeño establecimiento.
A pesar de haber descendido mucho en su rendimiento el último año de bachillerato, por todo lo sucedido con el traslado a Estados Unidos y verse separada de Alberto, la perspectiva de sacarse la carrera cuanto antes y volver a España a establecerse para unirse nuevamente a Alberto, hizo que se esforzase al máximo para poder entrar en la Universidad.
Tenía ya dieciocho años y llevaba ya casi un año en la lujosa mansión de Estados Unidos. Había hecho amigos en seguida, pues siempre fue una muchacha de muy buen carácter. Varios eran los chicos que la rondaban, pero ella tenía su corazón ocupado siempre con el recuerdo de Alberto.
El ambiente en aquella universidad era muy parecido al instituto pijo al que iba en España. Y también había algún que otro “Ricky” fanfarroneando, rodeado de chicas. La diferencia es que estos no iban subidos a una motocicleta, sino a ostentosos deportivos, pues en este país conducen a los dieciséis años.
Aunque Ana era muy apreciada entre sus compañeros, sus amigas más allegadas no comprendían como, una chica guapa como ella, se encerraba tardes enteras en casa y rechazaba una y otra vez cualquier relación con los chicos que la pretendían.
Pero ella hacía caso omiso de todo ello y, como cada día, entraba en su habitación y, tras cerrar la puerta, encendía el ordenador, se arreglaba el pelo, mientras se ponía en marcha la Web Cám, y se preparaba para chatear con Alberto.
Así llevaban durante meses, chateando y viéndose a través de la cámara. Se contaban todo lo sucedido durante el día y se repetían una y mil veces que algún día volverían a estar juntos.
No utilizaban el teléfono móvil, ya que Alberto no podía sufragar unas conferencias semejantes y la madre de Ana no hubiese permitido que ella hablase con él.
De cuando en cuando también recibía algún correo de Sara. También se había trasladado a otra ciudad. Y, muy a su pesar, lo había hecho sin despedirse de Alberto.
Meses antes le había contado a Ana que había roto con su pareja y, también, le explicó que se había enamorado de Alberto. A pesar de ser lesbiana. El amor no sabe de sexos.
Así que había decidido aprovechar el traslado para quitarse de en medio, pues quería mucho a los dos y no deseaba interponerse entre la pareja. Por lo que supuso que lo mejor era irse sin dejar rastro alguno a Alberto. Asimismo, le rogó a Ana que nunca le diese pista alguna a Alberto sobre ella: dirección, e-mail o cualquier otro dato.
Ana siempre ha sido muy respetuosa con los secretos, especialmente de Sara. Por lo que cumplió a rajatabla su petición. Además, tampoco le hacía demasiada gracia que Alberto estuviese con Sara, ahora que sabía que estaba enamorada de él.
Aunque siempre ha confiado en él, era lo suficientemente celosa como para no darle facilidades. Y más tratándose de su amiga. Pues era muy consciente de que se había convertido en una chica muy atractiva. Y su carácter congeniaba a la perfección con el de Alberto.
Se odiaba a sí misma por tener esos pensamientos, pero no lo podía evitar.
Sara ahora se había establecido con unas compañeras en un pequeño piso y estaba planeando abrir un pequeño establecimiento.
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